CHIQUITA O EL VIAJE INTERMINABLE

 

Este relato está dedicado a Dolors López, la persona que me lo inspiró a quien profeso tanto afecto y admiración como soy capaz

 

 

—Mamá, tengo hambre, cuéntame un cuento.

—Lo sé mi niña. Arrímate que entremos en calor.

A cubierto de los soportales de una ruinosa construcción, acurrucados un frío contra otro, cubiertas por un dechado de agujeros, que en su tiempo fue una manta, madre e hija trataban de burlar a su glacial acompañante, ya que, por mucho que lo intentaron, no les fue posible engañar la necesidad de comer que las devoraba.

La madre tragó saliva, lo único que llegaba a su estómago desde el día anterior, miró el amenazador estado de las vigas que sostenían el porche que las cobijaba, por si el miedo a que cayeran le hacía segregar más saliva que tragar, e inició la narración:

‹‹Érase una vez una muchachita llamada Chiquita que tenía una pequeña granja de la que, con mucho esfuerzo, conseguía sobrevivir, a pesar de que no consentía que nadie a su alrededor pasara necesidades. Cuando se levantó aquella madrugada, el sol aún no se había desperezado. Ordeñó las vacas, almacenó la leche y se dispuso a salir. Chiquita, como cada dos semanas, tenía que partir hacia la ciudad para comprar las provisiones y los avíos que precisaba para el natural desenvolvimiento en la alquería. Se había llevado el poco dinero que había podido reunir con la venta de sus productos en los mercadillos de las aldeas de los alrededores. La heredad requería con urgencia algunas reparaciones.

—Mamá ¿Chiquita era tan pobre como nosotras?

—No hija mía, es muy difícil ser así de pobre… pero déjame que continúe…

»Había cargado con una canasta, en la que llevaba su comida para ese día y la había acomodado, junto a ella, en la vieja furgoneta. Esa misma noche debía estar de vuelta para ordeñar a los animales, si no quería que escandalizaran a todos los vecinos por apartados que estuvieran. No obstante había echado una manta, por si no le quedaba más remedio que dormir en el vehículo. Había partido sin apresuramientos para no despilfarrar combustible, le quedaba poco y, a ser posible, quería repostar cuando ya estuviera en la ciudad: allá era más barato. Entre las canciones que se cantaba para espantar las preocupaciones que ocupaban su cabeza cuando estaba ociosa, pasaron las cuatro horas de camino.

»Al llegar a la ciudad, se había felicitado por hacerlo sin tener que repostar por el camino. Eso la había alegrado, gracias e ello dispondría de unos cuantos euros más para gastar en los materiales que precisaba la finca. Lo primero que hizo fue dirigirse a comprar los vivieres que precisaba para la quincena entrante, se había encaminado al colmado de siempre. En él, los propietarios comentaban muy tristes, que los médicos habían descubierto que su hijo menor padecía una grave enfermedad pulmonar y que el clima de una ciudad costera, como aquella, le arruinaba la salud. Los doctores le habían recomendado que lo enviaran a que pasara una temporada en la montaña.

Madre e hija se apretujaron aún más para evitar que el viento les arrebatara el poco calor que desprendían sus cuerpos.

»Chiquita los había escuchado atentamente, les había preguntado qué pensaban hacer al respecto, a lo que le habían contestado que, al no tener familia en el interior con quien enviarlo, que dado que los campamentos juveniles no elegían ese tipo de zonas y que no les parecía seguro mandar a un chico tan pequeño, solo, a un hotel desconocido, habían decidido que lo llevarían a pasar los domingos al monte. Chiquita había comprado lo que precisaba, lo había cargado en la furgoneta y cuando había pagado la compra, les propuso a los tenderos que, en caso de que la creyeran digna de su confianza, cuando volviera en su siguiente viaje, época en que las clases de su hijo ya habrían concluido, podía recogerlo para que subiera a su granja para pasar las vacaciones de verano, ya que su lechería al estar en la sierra beneficiaría la salud del chico y además podrían verlo, sin moverse de casa, cada dos semanas, cada vez que ella bajara a comprar, la acompañaría. Los padres del muchacho habían escuchado atentamente el ofrecimiento de su clienta, pero sin mostrar complacencia ni desagrado, se miraron entre ellos y le preguntaron a Chiquita cuanto les cobraría por tenerlo en su casa y ella, tras abrir desmesuradamente los ojos, les contestó que se trataba de una invitación, no de un negocio. Los comerciantes se alegraron mucho, aceptaron muy gustosamente, se deshicieron en agradecimientos y le dijeron que lo tendría preparado dentro de dos lunes.

La madre se había interrumpido por el hiriente dolor de muelas que la aquejaba y que empeoraba por el frio de la noche, que cristalizaba el aliento a su paso. Su hija observaba silenciosa, su sufrimiento, con unos ojos tan abiertos como su atención.

»Chiquita había quedado, satisfecha por el servicio que acababa de prestar a la salud del crío y, gozosa como estaba, se había montado en la furgoneta y se había dirigido a la farmacia. Necesitaba comprar aquellas pastillas que le iban tan bien para combatir el dolor de espalda, que era la única cosecha que no le fallaba nunca, fuera la estación que fuese. No le quedaba ni una. Cuando entraba en la botica se topó con una conocida de la aldea que salía en ese momento. Hacía mucho tiempo que habían dejado de verse. Se había alegrado mucho de verla, pues Chiquita quería a todo el mundo, contentas, salieron del establecimiento para charlar un rato. La paisana le había contado que vivía en la ciudad, no le había quedado más remedio que abandonar la aldea, porque de la adúltera relación que mantenía con un hombre, casado de la aldea, había quedado embarazada, pero el padre de la criatura, del que no había querido mencionar su nombre, aunque en el pueblo era de dominio público su relación, no quiso que tuviera al niño y le había entregado un poco dinero para que se fuera a abortar en la capital. Ella, confusa como estaba, lo había aceptado y tras hablar con unos y con otras, había conseguido que alguien la bajara a la ciudad, donde estaba dispuesta a seguir las instrucciones del padre de su hijo. Pero la muchacha, aunque al principio tampoco deseaba aquel niño, de tanto pensar en él acabó queriéndolo. Y una vez en la ciudad, y con el dinero que le dio aquel indolente padre y el poco que fue ganando con su trabajo en todo aquello que le salía, había logrado juntar unos ahorrillos. Llegada la fecha parió al niño en un hospital público y con muchos apuros y sus escasas economías, lo había criado y en ese momento subsistían con lo que sacaba en los trabajos que encontraba. Pero había llegado el momento en que debía vacunarlo, y como en los trabajos que le daban no la aseguraban, debía pagar de su bolsillo las vacunas del crio, para lo que no contaba con suficiente dinero. Chiquita solo le preguntó la cantidad que le hacía falta, a continuación, sin decir nada, la sacó del saquito que guardaba en el escote y se la entregó. La lugareña, sin siquiera preguntarle a que había ido a la farmacia, pero entonando eternos agradecimientos, había entrado, de nuevo, a comprar las inoculaciones.

— ¿No tendrá Chiquita un poco de dinero para nosotras?

—Hija, Chiquita no es más que un cuento para quitar el hambre. ¿Quieres que continúe?

—Sí mamá, que tengo mucha.

»Chiquita no volvió a entrar en la botica, después de entregar aquel dinero a su convecina, no le llegaba para comprar el medicamento: se calmaría los dolores masticando aquella hierba que le habían recomendado los aldeanos, aunque ya casi no le hacía efecto... Los comprimidos los compraría en el siguiente viaje… siempre que la cosecha de tomates se diera bien y los pudiera vender por las aldeas circundantes. Satisfecha por el servicio prestado se había encaminado hacía el almacén de materiales de construcción, en busca de los pertrechos que necesitaba para el mantenimiento de la finca. Al pasar junto a unas chabolas, desde el automóvil, había oído unos intranquilizadores sollozos de niños que le hicieron detener la marcha. Tras bajar de la furgoneta y aproximarse a la choza desde la que partía el berrinche, contemplo un espectáculo que la había conmovido hasta los cimientos: allí habían cuatro críos a cuál de ellos más escuchimizado y de los que el mayor no superaría los siete años. Todos lloraban menos el menor, que trataba, sin éxito de hincarle el diente a un pequeño mendrugo, más duro que un guijarro. Los otros lloraban mientras contemplaban los vanos esfuerzos del pequeño.

»La visión del hambre que padecían aquellas criaturas, tan escuálidas que parecía que se fuesen a quebrar, solas a la puerta de un maloliente chamizo, donde hasta a los perros se les podían contar las costillas, revolvió su interior. Ya se había dispuesto a subir a los niños en la furgoneta y llevarlos ante las autoridades para que se cuidaran de ellos, cuando vio salir a una mujer, delgada como un suspiro, que con alguna caricia trato de calmarlos. Viendo que no estaban abandonados había sacado de la furgoneta la cesta que contenía su comida y se la había entregado a aquella familia. El agradecimiento que le dispensaron, en forma de sonrisas, le había recompensado sobradamente.

Madre e hija ensimismadas como estaban, una contando y la otra escuchando aquel cuento que les distraía, sintieron una profunda empatía por aquellos pobres chicos que, gracias a Chiquita, podrían, al menos aquel día, pasar algo menos de hambre y también sonrieron.

»Había seguido su camino hasta el almacén para comprar los suministros necesarios para arreglar el tejado de la casa y la valla del gallinero, pronto llegaría la temporada de los vientos y ni la vieja techumbre, ni el cierre del corral soportarían sus embates. Cuando llegó, los empleados del almacén estaban comiendo. Entre unas cosas y otras se le había hecho muy tarde. Se había metido en la cabina de la camioneta, no quería ver como comía aquella gente, pues ella también tenía ganas de comer… pero no disponía de comida… y ver como comían otros… Cuando uno de ellos acabó de comer, aunque aún disponía de algo más de tiempo libre, al ver que Chiquita esperaba a ser despachada, renunció a los pocos minutos que le quedaban de asueto y la había despachado. Ella se había alegrado por el detalle, aunque pasó un mal rato, pues cada vez que el empleado le decía algo le llegaba su aliento oliendo a chorizo y pimiento... y con el apetito que ella tenía… Le había atendido rápidamente y el mismo dependiente le cargó en el vehículo los elementos que precisaba.

»Ya tenía otra cosa hecha, ahora debía pasarse por la ferretería, para comprar el resto de elementos que le harían falta para alcanzar una buena conservación de los establos y la casa. De nuevo en camino presenció como un viandante era arrollado por el coche que la precedía, que tras el atropello se dio a la fuga. Como pudo había anotado la matricula del irresponsable conductor y, sin perder tiempo, se lanzó a socorrer a la víctima, a la que, una vez cargada en la furgoneta, trasladó al hospital más cercano, que resultó no estar demasiado próximo. Cuando llegó al centro médico, tras ingresar al accidentado, tuvo que dejar sus datos y responder a todas las preguntas que le hicieron los policías que, alertados por los sanitarios, habían acudido por tratarse de un accidente de tráfico con fuga del causante. Tuvo que repetirles varias veces el desarrollo del accidente tal y como lo recordaba y firmar todo lo que le pusieron delante. Cuando salió del hospital se encontró con que a su camioneta le habían aparcado un coche en doble fila que le impedía salir, por lo que hubo de buscar por los distintos servicios del hospital al propietario, hasta que dio con él y esperar a que saliera, sin mucha prisa y lo retirara.

La pobre mujer interrumpió la narración, creía que su hija se había quedado dormida pero, de inmediato, dos inmensos luceros se abrieron y se le quedaron mirando desde aquel rostro infantil pálido y descarnado, desmintiendo su conjetura.

»A pesar de todo el tiempo que había perdido y de todas las cosas que le quedaban por hacer, estaba complacida del desarrollo de la jornada: gracias a ella el hijo de los tenderos podría pasar unos meses en la montaña que le aliviarían de su dolencia; su dolor de espalda le recordaría que una criatura tendría menos probabilidades de contraer algunas enfermedades gracias a que con el precio del analgésico del que no dispondría, había financiado las vacunas; también estaba contenta porque cuatro niños y su madre tendrían hoy algo que comer, aunque ella tuviera que soportar algo de hambre, pero lo de ella solo sería cuestión de un día y lo de aquellos niños llevaba traza de ser perpetuo; y aquel hombre atropellado no moriría desangrado en medio de la carretera porque ella lo había recogido y trasladado a un hospital. En resumen, creía que había sido un buen día hasta el momento.

»Retornó a sus quehaceres, y de nuevo camino a la ferretería de la que se había alejado mucho buscando el hospital. Cuando se encontraba a mitad de camino la furgoneta, sin razón aparente, se paró en medio de un descampado. ¡Se había quedado sin gasolina! Con tantos imprevistos se le había olvidado que debía repostar. Acercó el vehículo cuanto pudo a la cuneta para no entorpecer la circulación, levantó el capot para indicar que el automóvil se encontraba averiado y esperó a que alguien parara y la acercarla a una gasolinera... Había pasado media hora y muchos vehículos ante ella, pero, al parecer, nadie la vio, por lo que no le quedó más remedio que ir andando hasta la gasolinera más cercana —a más de dos kilómetros— para comprar algo de gasolina con la que poder acercar el coche hasta el surtidor y acabar de repostar»

—Mamá ¿Por qué nadie ayudaba a Chiquita, si ella siempre estaba ayudando a todo el mundo?

—Hija mía, porque en este mundo hay dos categorías de personas las que sirven y las que se dejan servir, pero cuando dios hizo el reparto debía estar entretenido con otra cosa. ¿Sigo?

—Sí mamá, a ver si Chiquita compra gasolina y puede volver a su casa a comer.

»Cansada y estresada por ver lo rápido que pasaba el tiempo y las cosas que le quedaban pendientes de hacer, empezó a desesperarse. Tenía que llegar a la granja al anochecer… o, como muy tarde, antes de que despuntara el nuevo día, para poder ordeñar y poner comida al ganado. Y para poder cumplir el peor de los  horarios debía salir de la ciudad antes de que anocheciera, si salía más tarde tendría problemas en el camino. Cuando por fin llegó al surtidor, se encontró con un empleado malencarado, que a su pregunta sobre si había recipientes vacíos para llevar un poco de gasolina hasta el coche y poder traerlo hasta la gasolinera a repostar, le dijo que allí no se disponía de más recipientes para envasar combustible que los que había a la venta. Chiquita fue hasta el contenedor al que echaban los deshechos y trató de encontrar alguna lata aprovechable para solucionar su problema sin gastarse ni un euro en el envase. Fue en vano. Había muchas latas vacías, sí, pero todas las que encontró estaban perforadas sañudamente. No le quedó más remedio que comprar uno de los bidones que vendían al efecto. Optó por el más barato: uno de cinco litros, que vacío le costó el importe de más de diez litros de combustible».

—¿Mamá por qué agujereaban las latas usadas, si hay gente que las puede aprovechar?

—Es por algo muy complicado y que cambia cada vez que te lo explican, que se llama mercado. Un día, cuando no tengamos hambre, ni frío, lo estudiaremos. ¿Quieres que siga con el cuento de Chiquita?

—Sí mamá, que aún tengo mucha.

»El dinero no dejaba de salir del saquito y aún tenía que llenar el depósito, le quedaban por comprar algunas de las cosas que le habían llevado a la ciudad. Con los cinco litros de combustible volvió andando hasta el automóvil, los vertió en el receptáculo, arrancó el coche y siguió hasta la gasolinera. No llenó completamente el depósito. Las dos semanas siguientes tendría que gastar menos el vehículo para ahorrar combustible y que durara hasta que bajara, de nuevo, a la ciudad. Entre los paseos de ida y vuelta al surtidor y el tiempo que empleó en auxiliar al accidentado se le había hecho muy tarde, así que postergó para otro viaje ir a comprar la ropa para el verano, que ya empezaba a enseñar la pezuña por la aldea. De todas formas, tampoco le quedaba dinero para ello. El estómago le recordó que no había comido nada desde que desayunó en el poblado: tenía hambre. Trató de engañarlo con un trozo de una raíz seca y muy gustosa que solía llevar siempre en el bolsillo trasero de los tejanos, no se lo quitaría, pero al menos lo distraería. Repasó mentalmente los alimentos que había comprado, ninguno le servía para sacarla del apuro en ese momento. Los que había comprado —arroz, judías, maíz y garbanzos— precisaban todos de cocción y toda la comida que había preparado para la jornada se la había regalado a aquella familia tan menesterosa, sin reservarse para ella ni un triste bocado.

—Mamá, si tenía tanta hambre ¿Por qué le dio su comida a aquellos niños?

—Chiquita era así de generosa. Solo ve la necesidad que hay frente a ella, nunca la propia. Además, de poco le hubiera servido arrepentirse, ya estaba hecho. 

»Llegó a la ferretería cuando el encargado ya estaba bajando la persiana. Era la hora del cierre y Chiquita tuvo que insistir mucho, rogar y suplicar para que le despacharan. Al final, el encargado volvió a subir la persiana para suministrarle lo que quería, aunque no lo hizo de muy buen talante. Pero a Chiquita no le importó su disposición y le agradeció encarecidamente que le vendiera en unas horas en las que no tenía obligación de hacerlo. Entre refunfuños y gruñidos el hombre había completado su encargo y cuando llegó el momento de cobrarle, Chiquita comprendió que había motivado al empleado a expenderle fuera de horario: le exigía un diez por ciento más de lo que marcaba el catálogo, sobre el que ella  había hecho sus cálculos. Ante las protestas de la campesina el dependiente arguyó que la había atendido fuera del horario normal y que, por tanto, debía cobrar ese “suplemento”. Ella lo solucionó comprando un diez por ciento menos de mercancía, ya se las arreglaría en la aldea, pero en ese momento no disponía de más euros.

»Cuando ya se había puesto a cargar la mercancía en la camioneta, oyó como el mezquino empleado rezongaba, diciendo que, por culpa de abrirle a ella, había perdido el autobús que le llevaba a su casa y cuando él llegara, sus hijos ya estarían durmiendo. A Chiquita le apenó oír que los niños no podrían ver esa noche a su padre y se ofreció a acercarlo con la furgoneta. El empleado, aun regañando,  aceptó el ofrecimiento y montó en el automóvil. Pronto supo Chiquita que había vuelto a cometer otro error, pues entre la distancia que tuvo que recorrer y el embotellamiento de la hora punta que tuvo que soportar, consumió tanta gasolina que pensó que no podría utilizar la furgoneta más que para subir a la aldea y bajar dentro de dos semanas y sin tener muy claro si aún no debería repostar por el camino. La noche se le estaba echando encima y era necesario que hubiera salido de la ciudad lo antes posible. Dejó al ferretero en su barrio y partió presurosa hacia la granja, era tardísimo, aunque tenía una ventaja: no perdería tiempo con la cena. Dos horas después dejaba la carretera asfaltada para tomar la pista de arrastre que la llevaría hasta su granja. Se sentía sumamente cansada, con un apetito feroz y se notaba algo mareada: debía haber padecido una bajada de azúcar. Así que decidió parar el coche y dormir un rato el hambre. Echó la furgoneta a un lado del camino, se envolvió en la manta y se dispuso a dormir un par de horas.

—Nosotras también tenemos manta —dijo la niña tratando de arrebujarse con aquella acumulación de agujeros a la que llamaban manta—. ¿Por qué no probamos a dormir el hambre?

—Porque nosotras lo tenemos hasta en los sueños, hija. Lo de Chiquita es cosa de un día, lo nuestro es de toda una vida,

—Continúa mamá, que si Chiquita también lo  tiene, a mí me parece que se me pasa un poco.

»Chiquita había llegado a la ciudad sin necesidad de tener que repostar durante el trayecto, lo que le había alegrado mucho, dispondría de algunos euros más para comprar las cosas que le hacían falta. Estaba satisfecha. Chiquita, guiada por su espíritu solidario, se ofreció para acoger, durante las vacaciones escolares al hijo asmático de los dueños del comercio de víveres, en el que compraba cada dos semanas. Sus padres habían hecho gesto de pagar la estancia del chiquillo, pero ella no lo había consentido, era una invitación. Se sentía dichosa por poder colaborar a mejorar la salud del niño y, contenta como estaba, se había dirigido a la farmacia a comprar aquellas grageas para el dolor de espinazo que los trabajos en el campo le producían. Al entrar en la botica se había encontrado con una aldeana, que faltaba de la aldea desde hacía mucho tiempo. La mujer le había contado que de su relación amancebada con otro aldeano, al que no quiso nombrar, había quedado embarazada y como él estaba casado no quiso hacerse cargo de la criatura, ni que ella la tuviera, por lo que le había pedido que fuera a la capital a abortar, entregándole, para ello, algún dinero. Ella, que en principio no había deseado aquel niño, había terminado queriéndolo. Se fue a la ciudad, pero no a abortar sino, al contrario, para tenerlo y criarlo. El dinero que el descastado del padre de la criatura le había entregado y el poco que pudo ganar con su trabajo lo había empleado para sufragar los gastos del nacimiento de un hermoso varón que, hasta ese momento, había sacado adelante con muchos esfuerzos. Pero, por mucho que se esforzaba, al no tener seguridad social, no podía pagar las vacunas que debía administrarle. Chiquita le entregó la cantidad que necesitaba y salió de la farmacia  sin comprar su medicamento, había decidido que seguiría mascando aquella pócima que las comadres le recomendaron aunque, ya casi no le hacía efecto››.

—Mamá ¿por qué son solo los pobres los que se preocupan de la pobreza?

—Porque son los que la viven, hija, para los demás solo es un concepto, sobre el que divagar y con el que medir la amplitud de sus logros.

—Pero los pobres, cuando se hacen ricos, ¿se les olvida lo que les pasaba de pobres?

—…cariño no enredes ¿Quieres que siga con el cuento o no?

»Había acudido al almacén de materiales de construcción en busca de los elementos que precisaba para el sostenimiento del ranchito. En las proximidades el exacerbado llanto de unos niños llamó su atención, estaban trastornados por el hambre, les dio todos los alimentos de que disponía, sin reservarse nada. Recibió, como recompensa, unas preciosas sonrisas.

—Mamá eso ya me lo contaste.

—No corazón… es que Chiquita lo estaba viviendo de nuevo… o soñando que lo vivía…

— ¿Entonces cuando se durmió en la furgoneta empezó otra vez con los recados que había bajado a hacer?

—Había entrado en un sueño en que empezaba a hacerlos de nuevo. ¿Lo entiendes?

—Pues sí, con el hambre que arrastraba, tenía que hacer otra vez todos los recados…

—No sabemos… ni ella misma sabía si aquello solo era un mal sueño o lo estaba viviendo otra vez. ¿Lo entiendes, cielo?

 —Lo entenderé cuando sea mayor. Sigue mamá, que tengo muchas ganas y no quiero dormirlas, no quiero que me pase como a Chiquita.

—A ver… si me acuerdo de por dónde iba…

»Ah, sí, era cuando Chiquita había vuelto a la furgoneta para acudir a comprar los utensilios necesarios para reparar el tejado y el gallinero. Se avecinaban los días ventosos que no respetarían la dañada techumbre, ni el vallado de la traspuesta. Cuando los tuvo, puso rumbo a la ferretería, pero el auto que la precedía atropelló a un peatón, al que Chiquita llevó a una clínica, perdiendo mucho tiempo y consumiendo demasiado combustible. Cuando ya lo tuvo resuelto, la furgoneta se quedó sin carburante. Había tratado de que alguien la llevara hasta la gasolinera, pero nadie había parado. Hizo el trayecto andando. En la estación de servicio no había encontrado ni una sola lata vacía que no estuviera perforada y tuvo que comprar un bidón de los que tenían a la venta. Esa compra le supuso cargar menos carburante. Cada vez disponía de menos tiempo y dinero para completar los recados y volver a la granja a tiempo de ordeñar a los animales, si no llegaba a tiempo podía encontrarse con un desastre. Del dinero que se había llevado de la aldea ya casi no quedaba nada.

»En ese momento Chiquita se dio cuenta que todo aquello ya lo había vivido… que se encontraba en un bucle temporal y… sin saber qué hacer para salir de él. Pensó que estaba prisionera de su propio tiempo. A pesar de saber que todo lo que le ocurría, ya le había acontecido anteriormente, no podía dejar de vivirlo de nuevo. Sentía un hambre atroz, sabía que esa sensación ya la había vivido en ese mismo tiempo y lugar. Aunque cada vez era mayor. No sabía cómo explicar lo que le estaba pasando, pero conocía lo que le ocurriría a continuación: sabía que mordisquearía aquel trozo de raíz que llevaba en el bolsillo, al tiempo que comprobaría mentalmente que no transportaba ninguna otra cosa que llevarse a la boca. Pero seguía sin arrepentirse de haber entregado su comida a los niños.

— ¿Mamá hay muchas Chiquitas en el mundo?

—Pocas hija mía… muy pocas. ¿Por qué lo preguntas?

—Por si encontráramos a alguna y nos diera comida... Sigue con el cuento.

»Sabía que llegaría a la ferretería cuando cerraban, que el encargado la atendería, aun perdiendo el autobús que lo debía llevar a su casa, aunque se aprovechó de ella con el precio. Ella había puesto la otra mejilla y lo llevó a su casa en la furgoneta. Sabía que consumiría mucha gasolina y tiempo con aquel quijotesco gesto, pero no le importó. Sabía que, antes de llegar a su granja, pararía rendida por el cansancio, a dormir el hambre y que todo empezaría de nuevo. A pesar de la prevención con que lo abordaba, todo volvía a ocurrir de igual modo que la primera vez, y no una sola vez, sino en infinidad de ocasiones. Y no debía ser un sueño porque cada vez estaba más exhausta y tenía el estómago más vacío. Chiquita se sintió prisionera en el tiempo… de aquella vivencia o lo que fuera… para toda le eternidad, no sabía cómo salir de allí.

La niña, que miraba ensimismada a su madre, advirtió que la falta de comida le estaba jugando una mala pasada, sentía que  todo, a su alrededor, daba vueltas; todo lo que la rodeaba perdía sus contornos y parecía desplomarse, pero calló para no preocuparla más, que bastante tenía ya con el hambre que pasaba quitándose de la boca, lo poco que le correspondía, para dárselo a ella.

»Tras vivir varios ciclos completos Chiquita, por un momento, tuvo conciencia de la realidad que estaba viviendo, aunque ella prefería pensar que la estaba soñando, se incorporó con desgana, rendida ante aquella extraña involución vital que ya consideraba insoslayable y se dispuso a envolverse, de nuevo, en la manta para que el sueño, o lo que fuera, la arrastrara nuevamente a aquel angustioso rizo vital. Tenía tal apetito que sorbió las lágrimas que la desesperación le arrancaba, para que le sirvieran de alimento y fue entonces cuando vislumbró una posible salida a aquel bucle existencial, que la arrancara de la gravitación de… de... aquello, lo que quiera que fuera. Se enterró apresuradamente bajo la manta, deseaba vehementemente alcanzar, de nuevo, el sueño que la conduciría a revivir aquel día, pero esta vez la guiaba una esperanza que había postergado el recelo con que lo había abordado en anteriores ocasiones. Esperaba conseguirlo y salir de aquel infecundo deambular en círculos. En todo el tiempo que había permanecido en aquel tirabuzón sin principio ni final, sufría no solo por las carencias y las incomodidades que soportaba sino  porque  no había podido favorecer a nadie más››.

—Mamá no quiero que Chiquita sufra más y que salga del lio en que se ha metido. Si yo tuviera comida le daría un poco.

Tranquila cielo, que todo se arreglará.

— ¿Nuestro hambre también? ¿Y el frío? ¡Ay mamá, no me mires así! y sigue contando lo de Chiquita.

»Tal era su deseo por conocer si daría resultado aquella solución que le acababa de ocurrir, que se le antojaba que el tiempo había empezado a trascurrir con mucha más parsimonia. Todavía le llevó algún tiempo verse, de nuevo, en la furgoneta camino a la capital y, a partir de ahí, con mucha lentitud, fueron reproduciéndose los mismos hechos que tantas veces había habitado: Compró los víveres, invito al hijo de los tenderos a pasar las vacaciones en su lechería, acudió a la farmacia, se encontró con la paisana, le dio el dinero para las vacunas, de camino al almacén de construcción fue sorprendida, como cada vez que pasaba por allí, por el llanto de los críos hambrientos y, como siempre, les iba a entregar la cesta de su comida a los chiquillos, pero esta vez, antes de hacerlo, había apartado dos bocadillos que se había reservado para ella».

—Mamá ¿Esta vez Chiquita ha pensado en ella? ¿Se está volviendo egoísta?

—No, amor, pero como has visto si ella no se cuida no podrá cuidar de quienes la necesitan. ¿Lo entiendes?

—Sí mamá, si las Chiquitas no se cuidan se acabaran… sigue por favor.

»Continuó su camino y, como en todas las ocasiones anteriores, compró los repuestos para remozar la granja, presenció el accidente de tráfico, auxilió a la víctima, consumiendo el poco carburante que le quedaba, tuvo que ir andando a buscar combustible para acabar sus encargos, pero en esta ocasión, al tiempo que caminaba hacia la estación de servicio, se comió uno de los emparedados que se había apartado, como en todas las ocasiones anteriores había llegado tarde a la ferretería, y como siempre, el encargado no había tenido inconveniente en atenderla y estafarla para luego extorsionar sus sentimientos para que le llevara a su casa en la furgoneta…

—Si ha podido cambiar lo de los bocadillos ¿por qué sigue llevando al hombre malo de la ferretería a su casa? Hubiera tenido más tiempo y más gasolina si no lo hiciera.

—Porqué Chiquita es así de buena, a pesar de que la gente no la trate bien.

—Entonces, a este paso, acabará teniendo más hambre y más frio que nosotras… sigue mamá…

»Como siempre, se le hizo tarde a Chiquita y cuando dejó la carretera asfaltada estaba muy cansada y estaba hambrienta, aunque no tanto como otras veces, pero invariablemente, como en los lapsos anteriores, paró el coche, solo que esta vez no fue para “dormirlo”, sino para comerse el panecillo que le quedaba y después continuar su camino hacia la granja, a la que llegó cuando el sol aún no había despuntado y, a pesar de la cantidad de veces que había ido y venido de la ciudad, se encontró con que era el día siguiente al que salió. No comprendía como había ocurrido, ni se lo explica a día de hoy, es más, no cree que nunca llegue a entenderlo, pero no le importa, lo importante, según piensa, es que ningún animal murió, ni sufrieron demasiado por su retraso y que sigue pudiendo prestar su ayuda a los desfavorecidos. Ahora, cada vez que baja a la ciudad, llena mucho más la cesta de alimentos que se prepara para el camino, pues sabe que siempre encontrara con quien compartirlos, porque los necesite más que ella. Aunque ya no se olvida que, siempre, debe reservarse algo para ella, si quiere seguir repartiéndolos en el futuro››.

—Claro mamá, si no se guarda algo para ella, se quedará para siempre durmiendo el hambre y no podrá ayudar a nadie más.

La madre observaba la mirada de su hija, en la que aún quedaba un rayo de esperanza.

— Mamá, ¿Por qué nosotras no guardamos algún bocadillo para ahora?

—Ay mi niña, nosotras somos tan pobres que nunca hemos pensado que exista un mañana…

—Mamá, me da miedo dormirlo…

—No te preocupes vida mía, que te contare otra vez el cuento de Chiquita…

Comentarios

  1. La vida siempre te sorprende, en lo bueno y en lo malo.
    En lo malo, te arrastra a la propia extinción, venteando las hojas
    a su desecho en la tierra que todos pisotean y maldicen sus piedras, cuando el otoño se erige rey de las estaciones.
    En lo bueno, en las ofrendas regaladas en tiempo y afecto, por las ramas de los árboles que forman bosques de convivencia y paz. Árboles con nombres y apellidos que entregan sus frutos y su sabiduría a quién más lo necesitan.
    Tú eres ese árbol que da sombra si el sol está en lo más alto y sus rayos queman la piel.
    Tú eres ese árbol, cuyas ramas abrazan con la sutileza de enseñarte el sendero-
    Tú eres ese árbol que mece sueños y letras
    Y resguarda del frío con su leña
    Y oxigena la mente con más ideas...

    Gracias, querido amigo, realmente amigo, palabra que muchos farfullan sin saber el significado de su contenido, pero TÚ bien pronuncias porque la sientes.

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    1. Querida Desconocida: Como bien sabes la amistad es una vía de doble sentido y yo he disfrutado de ella lo suficiente para no olvidarla y es de bien nacidos...
      No olvides que hasta el más mostrenco de los árboles necesita de un mínimo terreno que lo acoja, yo lo he tenido y lo disfruto, justo es que comparta lo que he recibido.

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