Un día de soledad



Llevaba tres días como alma en pena, lloraba por los rincones, rehuía la compañía de sus hijos y nietos.
Y él no era así.
A pesar de sus noventa y seis años se mantenía muy lúcido.
Ella misma solía pedirle consejo cuando se encontraba en alguna encrucijada y las orientaciones que le aportaba su padre solían ser profundas y generalmente acertadas.
Pero desde que le comunicaron el fallecimiento de su amigo Tomas no era el mismo, mantenía su cordura y no había que auxiliarle en más cosas que las que su edad le impedía hacer, pero su estado de ánimo había decaído completamente, andaba errante por la casa, había dejado de lado sus libros, sus fotografías, el periódico y pasabas las horas mirando, sin ver, a través de la ventana de su habitación.

En cierto modo su hija lo comprendía, aunque el fallecido y él no eran grandes amigos… más bien podría calificarse de conocido más que de amigo o al menos así lo entendía ella. Cuando ocurrió el óbito ella trató de consolarlo, de distraerlo pero fue inútil. Cuando, al cabo de tres días comprobó que seguía llorando, se desquició y le reprochó su actitud.
—Padre así no puede seguir usted. Si, se ha muerto Tomás, que le vamos a hacer, a todos nos llegará nuestro momento. Pero usted está bien y aún tiene que dar mucha guerra…
La congoja del anciano aumentó a raíz del comentario de su hija.
— ¿Es por eso por lo que llora? Si usted nunca le ha tenido miedo a la muerte.
—Y no se lo tengo. Lo que me apena es que cuanto más tarde en morirme menos amigos quedaran para venir a mi entierro y ese día sí que me voy a encontrar muy solo.


Alberto Giménez Prieto “Lumbre”

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