La última tormenta I



Me he levantado peor que me acosté, deprimido, desorientado, enfermo sin duda, y más anclado al fatalismo que preside nuestra situación que cuando me acosté.
Es la primera vez que me meto en la cama desde hace dos días.
Como puedo, intento ir hacía el comedor.
Es un recorrido que realizo todos los días varias veces sin prestarle jamás atención. Solo que ahora sin luz me resulta difícil.
Llevamos dos días sin electricidad, sin que funcione ningún aparato, componente, eléctrico o electrónico, de los que tanto dependemos.
Incluso los automóviles han quedado inmovilizados en plena circulación.
Algo muy grave está pasando y aun no sé qué. Es como si el cielo se hubiera desplomado sobre nosotros.
Empezó el domingo, cuando a eso de las diez de la mañana estalló una imponente tormenta. La inició un cegador resplandor, aproximadamente un par de minutos después, no puedo saber exactamente el tiempo transcurrido porque los relojes dejaron de funcionar, devino un fortísimo estruendo que hizo vibrar la vivienda desde los cimientos y rompió algunos vidrios. Después, sopló un ardiente huracán que acabó de romper los pocos cristales que quedaban en las ventanas recayentes a la calle.
Aquel ventarrón no duró demasiado, unos cuantos minutos, pero resultaba imposible soportarlo, tuvimos que refugiarnos en las habitaciones interiores, hasta allí nos persiguió aquel infierno, atrancamos las puertas y permanecimos encerrados, como en un horno, pero fuera era peor, así hasta que entendimos que la temperatura había descendido, cuando salimos había oscurecido mucho a pesar de que no sería más de las doce del mediodía.
El suelo y los muebles estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo o de ceniza, olía a quemado, pero sobre ese olor predominaba una fuerte pestilencia a metal oxidado.
La superficie de los objetos estaba reseca y rugosa como si se hubiera salido del horno.
Solo el reloj de pared de mi abuelo seguía funcionando, pero la alegría duro poco, olvidamos darle cuerda y este es el momento en que no sabemos qué hora es.
La oscuridad se ha ido acrecentando y ya no deja de envolvernos, casi no hay diferencia entre el día y la noche, salimos de la oscuridad para entrar en las tinieblas.
Nuestro espíritu también se ha ensombrecido en igual proporción y solo somos seres pendientes de si vuelven a lucir las pantallas de ordenador, del teléfono o del televisor, para saber si de verdad se trata de una tormenta.
Me temo que no.
En mi camino al comedor he tropezado varias veces, solo cuento con la iluminación intermitente de los relámpagos que se asoman por la ventana del comedor.
Supe que había llegado al refectorio por los ronquidos de mi suegro, que no abandona el sillón mas que para hacer sus necesidades. También el olor a tabaco de mi hijo, que se superponía al fétido hedor que empezábamos a desprender nosotros indicaba en qué punto me encontraba.
Hoy he descubierto que mi hijo fuma, hasta ahora lo había mantenido oculto, pero la oscuridad le hizo sacar un encendedor del bolsillo y ya no supo o quiso seguir mintiendo.
Le dispensé una buena reprimenda, mientras él me miraba con displicencia, parecía saber que acabaría pidiéndole que me prestara su mechero.
Es la única fuente de iluminación de que disponemos en la casa, y le queda poco gas, por lo que en ese momento me alegré de que la oscuridad no nos permitiera vernos las caras, pero en su voz note engreimiento.
Ahora hasta fuma delante de mí.
Cuando mi hijo encendió un cigarrillo pude darme cuenta de que miraba el televisor como si funcionara.
Desde que empezó este infierno ninguno hemos querido abandonar el salón comedor a la espera de que la pantalla se encienda.
Solo yo me he ido hace un rato a descansar a mi cama y nada más acostarme estaba deseando volver por si la televisión despertaba de nuevo y nos desvela que nos estaba pasando.
Miedo me da pensarlo, pero si no vuelven a funcionar todos esos trastos electrónicos se habrán cumplido mis peores presentimientos.

No puedo criticar a mi hijo porque esté embobado con el televisor: yo no dejo de mirar la pantalla, sin vida, del móvil, del que no me separo por ninguna razón, a la espera de que luzca de nuevo y me explique si estábamos vivos o no.
—Solo nos quedan cuatro botellas de agua, hay que ir pensando en racionarla. No sabemos lo que va a durar esto —Dije procurando que en la voz no se trasluciera la desmoralización que me domina.
— ¡Quieres que nos muramos de sed! —mi mujer estaba histérica desde que le dije que no se podía utilizar las botellas de agua para limpiar la taza del inodoro.
—No exageres, no he dicho que dejemos de beber, sino que lo hagamos racionalmente, pensando que es poca la que nos queda.
—Si casi no gastamos y ahora quieres que la racionemos aún más. ¡Ya me dirás tu qué es eso!
—Haced el favor de no discutir, no son las disputas familiares lo que nos hace falta precisamente… —mi hijo ha madurado más de lo que pensaba— ¿Por qué no dejamos las botellas como reserva y…?
—Eso, las reservamos y mientras nos morimos…
—Mama por favor déjame que explique lo que he pensado.
—Deja al chico que diga lo que tenga que decir.
—Hay que ver desde que tu hijo fuma… lo escuchas y todo.
— ¿Quieres hacer el favor de dejar de malmeter? —Traté de hacer valer mi malparada autoridad familiar— ¿Qué es lo que has pensado?
—Si no me equivoco en la azotea disponemos de unos grandes depósitos de agua, creo que hay cuatro una para cada vivienda y otro para la planta baja. ¿Es así?
Nuestro silencio dio la razón a mi hijo.
—Creo que podríamos ir a ver si tienen agua, si está bien y averiguar cómo podemos hacerla llegar hasta aquí… porque de ninguno de los grifos sale una gota.
—A saber que gusto tendrá esa agua.
—No es momento de exquisiteces, en cuanto se acabe el agua estamos muertos…
En la calle se oyeron unos golpes que pronto fueron acompañados por los gritos que profería nuestro vecino del primer piso, todos menos mi suegro, que no se movía del sillón, nos precipitamos a la ventana.
Dos individuos trataban de forzar la persiana de la tienda de enfrente, la de nuestro vecino, este había salido desde su casa, armado con una barra de hierro e amenazaba a los ladrones que parecieron aquietarse, lo que envalentonó a nuestro vecino, que llegó hasta la puerta de su tienda, manteniendo el hierro en actitud amenazadora. Cuando estuvo junto a la puerta que trataban de forzar, los asaltantes, que parecían dispuestos a someterse a la voluntad del tendero, se volvieron contra él y mientras uno de ellos le golpeaba en el hígado con la palanca que habían usado para forzar la entrada, el otro le quitaba sin dificultad la barra de hierro y le golpeaba con ella. El comerciante cayó en la calzada donde siguieron pateándolo aquellos dos energúmenos. Mi hijo quiso salir en su defensa pero, usando la poca autoridad que me quedaba, pude frenarlo, no podíamos arriesgarnos a que hicieran con nosotros lo mismo.
La mirada que me dirigió fue esquinada y despectiva.
Por un momento se estableció una pugna entre mi hijo y yo, el muchacho no podía entender lo que nos jugábamos por una ayuda, sin duda inútil ya, a nuestro vecino.
Nos miramos, todavía con las espadas en alto, trate de enviarle una mirada comprensiva cuando le dije:
—Ya no podemos hacer nada por él. Debemos preocuparnos de nuestra supervivencia.
                                                                                                                                         Continuará…

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