La última tormenta -y IV-



He entornado la puerta de la caja, he vuelto el cuadro a su posición original, no sin antes echar un fugaz vistazo a su interior: está repleta de billetes de curso legal, me han parecido todos de pequeño importe, pero no importa, aun así, hay más dinero del que yo ganaré en toda mi vida. He apagado los cirios y he prestado atención para averiguar quién llegó, la voz inconfundible de mi hijo me ha sacado de dudas, ha vuelto solo.
—Papá, papá… ¿Dónde estás?
Entro apresuradamente al aseo, desde allí le contesto con la voz más lastimera que me permite mi ebriedad:
—Dime hijo, ¿han curado al abuelo?
—Papá el abuelo… el abuelo ha muerto. Cuando llegamos los médicos ya no pudieron hacer nada por él… pero hay otra maña noticia…
— ¿Además del fallecimiento del abuelo? —me costaba mucho no reírme, pero aún conservaba la suficiente sensatez para no hacerlo.
—Papá lo que estamos viviendo no es una tormenta… Es la guerra, aquella de que hablaba el vecino de arriba, han estallado varias bombas… atómicas.
Tiré de la cadena y salí del aseo, lo que acababa de oír confirmaba mis peores presagios, de repente me había despejado, quería que mi hijo me contara todo lo que sabía:
— ¿Qué ha pasado?
—El abuelo se iba poniendo peor conforme nos acercábamos a un sitio…
No, no era eso lo que quería saber, pero tendría que aguantar que me lo contara para que no volviera a mosquearse conmigo
—…conforme nos acercábamos veíamos mucha gente, cuando ya estábamos llegando el abuelo se desmayó y no pudimos seguir, el abuelo pesaba mucho para que lo pudiéramos llevar entre la mamá y yo. Se nos acercó un hombre cubierto completamente con una funda blanca que no dejaba verle más que los ojos a través de un plástico transparente, nos acercó un aparato que hacia un ruido como de carraca que aumentaba cuanto más nos lo acercaba. Dijo que estábamos contaminados por la radiación pero debíamos salir inmediatamente de la zona infectada si queríamos sobrevivir, mamá se quedó aguardando a que te lleve allí, para que nos vayamos todos de aquí y podamos salvarnos. Al abuelo no dejan que nos lo llevemos.
Se quedó mirándome fijamente, como si me quisiera espolear para seguirle sin más demora. En aquel momento, en mi cerebro se dirimía una agría disputa: por un lado sabía que mi hijo no me había mentido, otra cosa es que le hubieran engañado a él, en mi fuero interno me apetecía creerle y salir de allí tan rápido como pudiera; Por otro lado no estaba dispuesto a dejar que me arrebataran mi tesoro recién hallado, no quería dejar que cayera en manos de otros, menos ingenuos, que esperarían que despejásemos el camino para hacerse con los innumerables tesoros abandonados por el miedo. La tercera opción: decírselo a su hijo y cargar entre los dos con todo el dinero que pudiéramos… era una opción quedaba descartada, mi hijo era un meapilas y yo no estaba dispuesto a que me humillara el resto de mis días.
—Hijo, ahora no me encuentro en condiciones de viajar, debéis ir por delante tú y tu madre, yo os seguiré en cuanto pueda.
—Papá sí solo tienes que llegar hasta la plaza mayor, allí hay equipos y camiones que nos llevarán hasta Valpinge, allí las bombas no han producido tantos daños, dicen que funcionan los hospitales. Aquí no funciona nada y la radiación es muy alta, dicen que si no salimos pronto, no tendremos salvación.
—Por eso debéis idos vosotros, yo en un día o dos os podré seguir, anda ve a buscar a tu madre y emprended la marcha, yo me quedaré en este piso, que está en mejores condiciones que el nuestro y creo que mañana o pasado podré andar sin problemas, anda vete, es tarde y mamá te espera.
El muchacho vacilaba, en sus ojos podía leerse el miedo a permanecer en aquel lugar, también mostraban la lástima que sentía al abandonarme en aquellas condiciones.
—Papá yo…
—Tú tienes que ir ya a la plaza mayor y cuidar de tu madre, yo me las podré arreglar hasta que me encuentre bien y entonces seguiros.
La encomienda del cuidado de su madre actuó como un resorte, logró que el muchacho se decidiera, después de estrecharme entre sus brazos, abrazo al que correspondí con bastante pasividad. Notó mi frialdad y volvió a darme el antiguo tratamiento.
—Hasta pronto padre, cuídate y no tardes en venir…
—Anda, anda, que en unos días estaremos juntos.
—Cuando estés listo acude a la plaza mayor, a la explanada donde se celebran las fiestas… allí veras unos camiones muy raros, son los que nos trasladan.
Partió y cuando me supe solo fui directamente a la caja, volví a encender las candelas, esta fueron cuatro, quería tener bien iluminada la mesa donde contaría el dinero. Cargaría con todo el que pudiera transportar sin levantar sospechas y partiría para reunirse con su familia. El resto lo escondería en la vivienda, para tenerlo a su disposición cuando pudiera volver.
Conforme sacaba billetes de la caja supe que excedía mis cálculos más optimistas, cuanto más profundizaba en el arcón los billetes eran de mayor valor, por lo que el vaciado se avivó hasta el paroxismo.
Por entonces decidí que cargaría con todos los billetes grandes en una maleta y trataría de que alguno de los que venían a socorrernos, mediante soborno, consintiera en llevarme a algún punto distinto de Valpinge y desde allí iniciar una nueva vida, mi vida con mi familia iba camino de convertirse en una rutina alienante, a mi mujer y a mí tan solo nos unía nuestro hijo y con él mi relación se había deteriorado hasta el punto de que me sentía humillado, denigrado a su lado.
Con aquella fortuna no tendría que seguir aguantando las malas caras de mi mujer y mi hijo, a ellos les mandaría una buena cantidad de dinero para que pudieran vivir.
Cuando acabé de contarla y revisé unos bonos del tesoro que encontré, supe que podía considerarme un multimillonario para el resto de mis días. Empecé a preparar la maleta, decidí que incluiría todos los billetes grandes, los bonos del tesoro y los siete relojes de oro, el resto lo escondería en el trastero, allí nadie buscaría.
Cerré la maleta, asegurándola para que no pudiera abrirse accidentalmente, partí hacia el punto de reunión, por el camino recordé que no había apartado nada para mi familia… ya lo haría cuando estuviera instalado. Cuando estuve próximo al lugar de reunión me crucé con gente protegida con monos blancos que patrullaban junto a soldados, también estos completamente cubiertos y solo por las armas que portaban se distinguían de los de los servicios sociales.
Uno de estos últimos se me acercó con un aparato, el que mi hijo decía que sonaba como una carraca, era un contador geiger, me lo aproximó y pude escuchar su irritante chisporroteo. Cuando lo aproximó a la maleta me sobresaltó la insistencia con que sonaba, lo rehuí, el hombre trató de tranquilizarme pero yo estaba histérico… y estuve peor cuando consiguió acercar el aparato y este bramó.

—Señor, usted está bastante contaminado —me dijo—, pero podemos transportarlo, pero esa maleta deberá dejarla aquí, no podemos llevar más contaminación que la estrictamente inevitable. En lo que fue el ayuntamiento se creará una especie de almacén en que podrá dejar sus pertenecías, registradas a su nombre, para que en un futuro lejano puedan recogerlo usted o sus herederos...
Él mismo se dio cuenta de lo inoportuno del comentario, trató de remediarlo con muy poca fortuna.
—Lo digo porque estas cosas tardan algunos años en perder la radioactividad y nunca sabemos si las personas irradiadas alcanzaran a sobrevivirlos.
— ¿Para cuándo cree que se pueden recoger? —le pregunté.
—Dentro de muchos años, posiblemente más de cien, aún no sabemos cómo descontaminar eficazmente —y señalando los camiones que nos aguardaban puntualizó— esos vehículos con los que les transportamos después serán arrinconados en cementerios nucleares, sin que vuelvan a ser usados, al igual que todas las ropas y herramientas que usamos.
—Y con nosotros…
—No hombre, a ustedes los hospitalizamos hasta que mejoran o…
—Mejoramos o ¿qué?
—Creo que no hace falta que se lo explique, estamos en medio de una guerra y a pesar de ello hacemos lo posible por atender a las víctimas, pero lo que no podemos hacer es dispersar la contaminación —señaló la maleta.
—Mire, pensándomelo mejor, volveré a mi casa, dejaré esto y luego vuelvo aquí para que me lleven al hospital.
—Lo que deje en su casa no podemos garantizarle que dentro de un tiempo lo encuentre, la verdad es que tampoco lo que deposite en el almacén del que le hablo, pero indudablemente tendrá más posibilidades … en fin usted decide, pero no se entretenga mucho porque dentro de una hora sale el último transporte de hoy. Mañana y pasado están programados cuatro cada día, pero después de esos posiblemente la recogida se interrumpa definitivamente.
No me atreví a plantearle que transportase, ilegalmente, a mí y a mi fortuna hasta algún lugar en que pudiera disfrutar de ella, a cambio de cederle una parte. Me daba miedo que me denunciara y perdiera todo lo que había conseguido. Ahora, que era rico, tenía aún más miedo a que me robaran que en toda mi vida.
Volví a casa y me dispuse a cenar como lo que era, como un millonario, aunque apenas contase con agua, no tuviera luz, hiciera calor, con todo cubierto de ceniza, mi vida se estuviera encaminando hacia un futuro que pronosticaban horripilante, empezara a tener resentida la salud y careciera de familia.
Pero era millonario.
Y era feliz por eso.
No envidiaba a mi hijo y a sus posibilidades de sobrevivir.
Era lo que había querido ser toda mi vida: rico, muy rico.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El concierto

El abrazo

Un agradable recuerdo