Héroe sin remedio





HÉROE SIN REMEDIO
 



Cuando, en plena pandemia de coronavirus, le convocaron a una reunión por videoconferencia de la «asambleílla» a Evaristo le enorgulleció porque contaran con él.
Era el órgano oficioso, pero todopoderoso de la Federación y lo que decidía o lo cumplías a pies juntillas o estabas fuera.
Evaristo, el Puño de Hierro, era el único personaje que perduraba en aquel deporte, legendario por su avanzada edad y los méritos deportivos que acumuló cuando deporte y dinero no iban de la mano. Era el Presidente Honorario aunque solo para salir en las fotos. En aquel deporte el público solo lo recordaba a él.
Los dirigentes de la asociación eran politiquillos que no pudieron llegar más lejos y allí se apoltronaron.
Él no se quejaba, esas efímeras apariciones aparejaban dietas y propinillas que completaban la pensión que, graciosamente, le concedió el anterior Jefe del Estado y con esos pocos cuartos malvivía en su pequeño piso, lo suficiente para no ingresar en aquella mugrienta Residencia, que la caridad, que no la justicia, había construido para sus compañeros menos afortunados y que, ahora con la pandemia, estaban cayendo como chinches.
De haber nacido treinta años después, con una carrera deportiva como la suya, viviría en Miami; pero lo cierto era que solo tenía aquella pensión que le dieron cuando recibió aquel mal golpe.
Le inquietaba lo que querrían de él los gerifaltes, ya hacia tiempo que no le hablaban de la medalla de oro al trabajo que le iban a dar. A lo mejor…
Al día siguiente le llegó un modernísimo móvil para poder entrar en la videoconferencia, el suyo no daba para esas exquisiteces. Con el teléfono le llegó un cuaderno como el que llevaban los críos al colegio en el que, con dibujos y letras muy grandes, se le explicaba como debía conectar la cámara, Evaristo apenas sabía leer.
Fue inútil. Ni con aquellas explicaciones ni con las que recibió a través de su anticuado móvil lograron que la conectara, por lo que Jorge, el Secretario General buscó una forma de reunirse burlando el confinamiento.
—Aun en estado de alarma, puedes salir e ir al médico, así que mañana, a las cinco de la tarde, te esperamos en la consulta del doctor Mejías. Si te para la policía les dices que vas al médico porque te duele mucho el estómago.
Cuando Evaristo llegó Jorge le explicó que quería que dirigiera la Residencia.
—Pero si no sé hacer la o con un canuto ¿cómo voy a dirigirla?
—Lo importante es tu presencia, aquello se dirige casi sin sentirlo, todos sus trabajadores saben lo que deben hacer y no darán ningún problema y si lo tienes me llamas. Además te embolsaras una buena cantidad libre de impuestos.
—Jorge, si es tan fácil y si para cualquier cosa tengo que llamarte y además se cobra en negro, ¿por qué no la diriges tú desde tu despacho?
—Yo seré quien lo haga a través del teléfono, pero es tu imagen la que quiero allí, la que representa nuestro deporte, yo no soy más que un funcionario y la gente quiere ver al gran deportista cuidando de los suyos, al proponerte lo hago porque eres la enseña de nuestro deporte.
—Pero Jorge ir allí es mandarme a la muerte… a mi edad… con mis achaques…
Evaristo, desde sus escasas luces casi apagadas a golpes deportivos, trataba de comprender por qué querían que sustituyera al fallecido director de la residencia donde internos y trabajadores morían a mansalva.
—Es un sacrificio que te pido en nombre de nuestra disciplina. Sabes que nuestro deporte está cayendo en el ostracismo, es desconocido para los jóvenes y está siendo olvidado por quienes vivieron su época dorada; y aprovechando la sensibilidad que ha despertado esta pandemia queremos que su nombre vuelva al candelero a través de ti, al que el público recuerda. Es el momento de que des un paso adelante y lideres nuestra Residencia que, por desgracia, está en boca de todo el mundo. Velaremos por ti y nos encargaremos de que la prensa destaque el hecho, lo que aumentará tu popularidad y resucitaremos la de nuestro deporte, que es capaz de dar gente tan valerosa como tú.
—Pero también hay gente joven que practica el deporte y por tanto con menos peligro de contagiarse y que podría…
—Voy a serte sincero Evaristo, esa gente de la que hablas aun dispondrá de un futuro en el deporte después de que tú le des ese empujón y no podemos arriesgarlos a que… en cambio tú ¿qué futuro tienes? ¿Qué puedes aportar aparte de recuerdos? Ya has dado casi todo lo que podías… solo te queda esto y pasaras a la historia como un héroe.
—Es que aún me quedan cosas por vivir… cosas en las que…
—Evaristo, lo que te pido es algo que le debes a la Federación, es una deuda que contrajiste hace años, el mismo tiempo que ella te está alimentando.
—Yo vivo de mi pensión…
—¿Y de dónde crees que sale esa pensión? Cuantas veces he tenido que defenderla a capa y espada en comisiones y asambleas. De no ser por nosotros hace tiempo que no la cobrarías ni serías presidente —mintió Jorge—. Es el momento de devolvernos el favor o no podremos seguir ayudándote.
Evaristo, a pesar de su cortedad, comprendió que estaba ante la disyuntiva de morir como un héroe o como un pordiosero.
Aceptó la dirección de la residencia donde amontonaban a quienes dieron todo por la Federación a cambio de un mendrugo y un jergón. Fue allí  y mantuvo su gestión hasta después de que al último de los residentes se lo llevara la epidemia, una semana antes que a él.
El deporte tuvo un efímero relumbrón, lo suficiente para que sus directivos llegaran a jubilarse felizmente y sin tener que buscarse un nuevo anfitrión al que parasitar.

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