RECUERDO ENVENENADO
Este
cuento fue galardonado el día 16 de junio de 2017, como vencedor del apartado
de cuentos en el XVI Certamen Literario del Ateneo Cultural de Paterna
correspondiente a 2017.
Jacinto se había jurado
solemnemente no volver a pisar el pueblo.
Pero
la expresión del rostro de su madre cuando le pidió que la llevara, merecía
quebrantar el juramento y además le venía de paso hacia su destino de
vacaciones. Se lo debía.
“Le
debía eso… y tantas cosas más”.
“Por
mis derroches, mi madre perdió la casa y los campos que su abuelo le dejó. Con
setenta y cinco años debía recurrir a pedir favores a familiares para tener un
techo bajo el que cobijarse en su propio pueblo y poder acompañar a su prima, a
la que quería como a la hermana que nunca tuvo, en el trance de la reciente
pérdida de su marido”.
Quince
años antes no hubiera creído estar en una situación como aquella: sin disponer
de alojamiento propio en el pueblo. Fue cuando tan alegremente empujó a su
madre a venderle a su suegro la casa y los campos por el importe de un coche y
las vacaciones de un año.
“Fue
mi egoísmo el que me llevó a aceptar la miserable oferta de mi suegro y ahora
no puedo reprochárselo a nadie más que a mí”.
Jacinto
siempre anduvo escaso de cuartos, y eso que, tanto él como su mujer, gozaban de
unos buenos salarios, pero a ambos les gustaba viajar en una categoría superior
a sus posibilidades, siempre enredados en deudas y préstamos, fuera a padres,
suegros o amigos. Cuando se emperró en vender la casa, hacía tiempo que no
podía pedir más “prestamos” a su madre, que sobrevivía con un único ingreso: la
pensión de viudedad.
El
padre de Mercedes, la mujer de Jacinto, gozaba de una muy desahogada situación
económica, era el mayor terrateniente de la comarca, tenía más bienes que el
señor marqués. Hacía tiempo que les había dicho a él y a Mercedes que el tren
de vida que llevaban no se correspondía con sus ingresos y que no estaba
dispuesto a humillarles más con sus dádivas. El grifo se cerró completamente,
pero Mercedes seguía recibiendo, aunque fuera en especie y a través de su
madre, algunos obsequios como vestidos, cosméticos o joyas. Cuando más ahogados
estaban, su vetusto vehículo lanzó el último estertor. El padre de Mercedes les
planteó una posible solución: les daba el dinero que precisaban para cambiar de
automóvil y algo más, a cambio de la casa vacía de la madre de Jacinto y unos
campos baldíos. Ante la sorpresa de Jacinto, su suegro quito importancia a la
transacción.
–La
casa la podréis seguir utilizando, cada vez que vengáis, vosotros o tu madre.
Sin tener que pagar contribución ni gastos de agua y luz, y los campos, que se
están perdiendo, volverán a ser productivos. Cuando lo heredéis, todo estará en
mejores condiciones.
“Siendo
Mercedes hija única, como yo, tanto la casa como los campos revertirán en
nosotros cuando fallezcan mis suegros y podremos salir del paso con el dinero
que mi suegro nos dé por ellos, una miseria, pero suficiente para cambiar de
coche y tapar algún agujero y, además, dispondremos de la casa, que con el
tiempo volverá a ser nuestra”.
Prosiguieron
su disoluta vida, a pesar de que últimamente Mercedes hacia su vida
prescindiendo casi por completo de él, circunstancia que Jacinto prefería
ignorar.
“Los
rumores no me lastimaban. Eran habladurías sin más. Confiaba en Mercedes.
Cierto que de soltera tuvo sus más y sus menos, pero aquello era agua pasada,
también yo… Bueno, da igual que yo no hubiera conocido mujer hasta Mercedes”.
Lo
que no entraba en los cálculos de Jacinto era que en su matrimonio se cruzara
Ismael, también de Villaslongas, su entrada en escena quebraría los pocos lazos
que aún le unían a su mujer. De pronto se encontró con un divorcio que no solo
le arrebataba la única mujer que había conocido, aunque eso fuera lo que menos
le apenó por entonces, además lo dejaba en la calle, al entregar el juez la
posesión de la vivienda, recién acabada de pagar, a sus dos hijos, que
quedarían en compañía de la madre, a la que, durante los próximos cinco años,
habría de pasar una pensión no demasiado alta, pero que terminaría de crujir su
economía, ya descompuesta por las pensiones alimenticias que debía entregar a
sus hijos, que aun siendo mayores de edad, continuaban estudiando.
Su
divorcio fue la razón que le impidió volver al pueblo desde hacía catorce años.
Temía las rechiflas de sus antiguos amigos.
Con
solo retrasar dos días la visita, su madre dispondría de alojamiento: se
quedaría en casa de una de las hijas de su prima viuda.
Retrasaron
el viaje los dos días, tuvo que llamar a los compañeros de vacaciones que lo
esperaban en Carboneras y advertirles de su llegada tres días después.
A
Jacinto el viaje se le antojó más corto que los anteriores, su madre, de
acompañante, no dejó de hablarle del panorama familiar: del trabajo del propio
Jacinto; de las ocupaciones de los nietos que hubieron de emigrar para
encontrar acoplo a sus carreras, el mayor, arquitecto, trabajaba en Chile; el
menor, médico, en Gran Bretaña y como colofón dedicó un sentido recuerdo a su
difunto marido, al que seguía echando en falta tras veinte años de viudez. La
proximidad de su destino desempolvó anécdotas vividas o escuchadas, todas
relacionadas con cada punto que atravesaban. Cuando estaban próximos al pueblo
los sorprendió un fuerte ruido, una brusca sacudida y una drástica
deceleración.
–¿Qué
podrá ser? Este coche nunca dio problemas. Es un coche alemán…
–¿Llevas
gasolina, hijo?
–No
es problema de gasolina, madre. El problema es que ya tiene quince años. –Era
el coche que compró con el fruto de la venta de la casa.
Una
grúa los transportó hasta el pueblo. La obtención de repuestos y la reparación
precisaban de dos días. Decidió esperar mientras lo reparaban. Acompañó a su
madre hasta su alojamiento y desde allí fue a indagar dónde alojarse él.
Su
prima lo recibió con la afabilidad que se dispensa a un regalo repetido. Era el
pariente que se casó y se divorció de la Mercedes, la del tío Anselmo. Se
mostraba avergonzada de aquel matrimonio y contenta por el divorcio. Pronto
supo que su ex suegro seguía esquilmando a los lugareños. A él se le tenía por
un guerrillero que se enfrentó a quien todos odiaban y temían. No sabían que
fue Mercedes quien pidió el divorcio.
Matilde,
la prima de su madre y su hija Emerenciana, familiarmente Meren, se colgaron
del teléfono para tratar de hallarle albergue. Tras una hora de consultas, los
aspavientos de Meren anunciaron que había encontrado alojamiento.
–Hubo
suerte, Rosario reservó una habitación para su sobrino en el hotel de las
monjas, pero en el último momento no ha podido venir. Iba a anular la reserva y
ver si le devolvían algo de lo pagado por adelantado, aunque estaba segura de
no conseguirlo, buenas son las monjas… Vamos allá y, como no dejó documentos, diremos
que eres el sobrino, y arreglado, le pagas lo que sea a la Rosario y todos
felices. ¿Hace?
–Por
mí, bien, pero ¿dónde está ese hotel? No lo conozco.
–¿Cómo
que no lo conoces? Pues no has estado veces allí. Es la casa de don Agapito, el
administrador del señor marqués. ¿A que ahora sí que sabes cuál es?
–Pues
claro, la casa de Fernando y… ¿Cómo se llama su hermana, la monja?
–Ay
hijo, pareces de Marte. Fernando se hizo misionero, lo mataron en Sudán, y su
hermana Lucía, a punto de entrar en el convento, se lo pensó mejor, se quedó en
la casa y allí vivió atormentada, hasta que hace un par de años la encontraron
muerta junto al piano. Las malas lenguas dijeron que no profesó porque la
enamoró un galán y ella se quedó esperándolo. Él nunca volvió –al decirlo fijó
sus ojos en los de Jacinto.
Jacinto
se notó enrojecer a la vez que una repentina comezón le irritaba los labios, se
los restregó fogosamente con el antebrazo. Un recuerdo, largos años soterrado,
pugnaba por brotar en su memoria, instintivamente lo rechazó, aunque había
despertado su curiosidad, lo temía, le daba miedo que fuera doloroso. Era algo
relacionado con Lucía.
–Chico,
¿qué te pasa? ¿Te ha picado algún bicho?
–¿Eh?
No, es una alergia que me da de vez en cuando. Los años que no perdonan.
–Seguía frotándose los labios.
–En
el testamento, los hermanos se dejaban todos los bienes el uno al otro y en el
caso de que el otro hubiera fallecido, todo pasaba al convento, así que, cuando
faltó Lucía, las monjas no tardaron en reclamar la herencia que les llegaba del
cielo. En un principio pensaron vivir en la casa heredada, era suficiente para
ellas, para fabricar sus dulces y contaba con el huerto que precisaban.
Venderían el convento, demasiado grande para las seis que eran. Pidieron
permiso a sus superiores, que, después de rumiarlo, las hicieron volver al
convento. El convento era donación de la familia del marqués, condicionada a
ser ocupado por la orden, en caso contrario, revertía al marqués. Decidieron
explotar la casa de don Agapito como hotel, y en esas estaban.
–La
de veces que jugué allí con Fernando, en su cuarto, en el huerto o escuchando
como tocaba el piano su hermana, me encontraré como en casa…
–No
creas, cuando lo heredaron las monjas, con la excusa de que ellas no podían
vivir entre aquellos lujos, se deshicieron de cuadros, esculturas, muebles, de
todo lo valioso, menos del piano y dos o tres cuadros de santos. Lo llevaron
todo a Madrid, lo subastaron y sacaron un dineral, que nadie sabe adónde fue a
parar. Para arreglar el tejado de la iglesia se completó la subvención del
ayuntamiento con una colecta; para cambiar la instalación eléctrica del
convento, otra; para restaurar la imagen de la Virgen, los clavarios tuvieron
que empeñarse y firmar un crédito. Para cualquier necesidad recurren al pueblo,
después de haberles sacado todo lo que les sacaron a tus amigos.
–Amigo
mío era Fernando. Lucía era más joven, casi no la traté.
–Por
aquel entonces se decía que eras el único capaz de quitarle el convento de la
cabeza.
–¿Quién
decía eso?
–Las
del grupo… mis amigas. Entre ellas estaba tu…, tu antigua mujer…, bien se
espabiló la lagartona para que Lucía no se hiciera contigo.
–Estoy
pasmado, no me digas que todo eso lo movía yo…, si lo llego a saber…
–Sigues
tan pardillo como entonces. Se sabía que tenías encandilada a Lucía, aunque
ella nunca lo admitió. Pero se le notaba, cada vez que entrabas o salías de su
casa se le iban los ojos. Ella decía que no tenía más amor que su consagración
al Señor, que era la guía de su vida.
Se
frotó de nuevo los labios, aunque esta vez con menos ímpetu.
–Si
no se te pasa, nos acercamos a la farmacia, a estas horas está la farmacéutica
y le pedimos algo para tu boca, acabarás haciéndote sangre.
–Se
pasará en cuanto me acostumbre a algo que hay en el ambiente… ¿Qué decía
Mercedes sobre lo de Lucía?
–Bueno,
tu… Mercedes te tenía en su lista, eras el único que le faltaba de la pandilla,
no se lo callaba, no quería que te escaparas… Ya sabes… Mercedes era… muy…
–Promiscua.
–Eso.
Pero antes de salir contigo, después no se le conoció ningún desliz...
–Cuando
se lo conocí, me dejó plantado y sin un duro. El término que andabas buscando
no es promiscua, es putón desorejado. No queramos cogérnosla con papel de
fumar, que somos mayorcitos. –A Jacinto se le notaba crispado.
–Pues
eso, solo le faltabas tú, se la habían “pasado” todos tus amigos, pero como tú
no vivías en el pueblo, y cuando venías, ella estaba de viaje con sus “papás”,
no le fue fácil engancharte hasta aquel año en que a su papá, los de la
Seguridad Social, no le dejaron irse de vacaciones porque tenía trabajando a
cincuenta y tantos jornaleros sin pagar los seguros. Por fin coincidisteis,
cosa que te alegró mucho. Estabas más salido que un balcón. Vaya imagen la tuya
cuando la viste.
–Mujer,
me llegaron comentarios sobre ella que… y, a uno, ciertas cosas…
–Lo
comprobaste, ¿verdad?, pero no te cercioraste si la goma estaba pinchada y te
encontraste ante el altar sin posibilidad de escabullirte. Eras novato en esas
cosas.
Jacinto
volvió a enrojecer, no por lo que hizo, sino por la mucha transcendencia que
tuvo su virginidad.
–Mujer,
mucha experiencia no tenía… pero…
–Mercedes
nos dijo que te desvirgó… vosotros sabréis.
–No
creas todo lo que se diga… me casé con ella porque quise… o casi. La verdad es
que Mercedes me deslumbró y me…
–No
hace falta que entres en detalles, que ella se encargó de contárnoslo a todo el
grupo, con pelos y señales.
–No
jo… no me digas.
–Aún
lo recuerdo, vaya sesiones intensivas que tuvisteis.
–Aquello
es agua pasada.
–Para
ti hubiera sido mejor que esas aguas no hubieran pasado, tenías un partido
mucho mejor. Fue poneros vosotros de novios y Lucía renunció al convento,
después de años preparándose para tomar los hábitos. Se le agrió el carácter,
no salía de casa, apenas tocaba el piano, y cuando lo hacía acababa
aporreándolo; cada dos meses tenía que cambiar de sirvienta, no había quien
aguantara a su lado. Dos o tres años después, las criadas tenía que traerlas de
las aldeas, de los cortijos de la sierra, nadie quería estar con ella. Los
últimos años tuvo de criada a una monja que no se dejaba avasallar.
–No
volví a verla desde que empecé con Mercedes, fue cuando su hermano volvió al
seminario. ¿Él vino mucho por aquí?
–Claro,
Mercedes y su padre te tenían secuestrado, no querían que te mezclaras con la
chusma. Fernando, claro que volvía, no le quedaba más remedio. Cada vez que
Lucía hacia una de las suyas, no le quedaba más remedio que volver y usar sus
influencias para que no transcendieran las burradas de Lucía.
–¿Burradas?
–Sí,
hombre, sí, la dulce Lucía, la que siempre andaba ensoñada, la de perpetua
sonrisa, la conciliadora, la que estaba por encima de todo lo humano, se bajó
del pedestal y demostró su humanidad, desde abofetear a la sirvienta porque
llevaba la falda demasiado corta, hasta proclamar a gritos, en plena misa
mayor, que el cura tenía sus desahogos con la Rogelia cuando volvía de decir
misa en el Pomar. Denunció a tu suegro… bueno, al tío Anselmo, por acosar a las
jornaleras; en fin, que la mosquita muerta no se calló ante nada que
considerara inmoral y, gracias a que la apadrinó el marqués, no pudieron
callarla como a cualquiera de nosotros. Pero hacían que viniera Fernando, que
se comprometía a que no volvería a revolver el avispero, pero al poco de partir
Fernando, vuelta a empezar. Fernando se fue a misiones para perderla de vista…
En serio, Lucía no dejaba tranquilo a nadie que anduviera entre dos aguas.
Hasta que un día vino Fernando desde el África, sustituyó a la sirvienta por
una de las monjas e hicieron testamento.
–¿Con
la monja no organizó escándalos?
–Con
ella en la casa, ni se la oía, era la misma monja que la preparó para recibirse
y tenía un genio de mil demonios…
–Ahí
nos está esperando Rosario.
Entraron
en la casa, costaba reconocerla, del lujoso mobiliario del salón solo quedaba
el piano, arrinconado junto a la chimenea. El resto del mobiliario parecía
procedente de desechos.
Les
recibió una hermana con hábito de novicia. Era mulata con predominio de rasgos
africanos, aunque se manejaba perfectamente en castellano, les atendió con
mucha amabilidad y nada objetó cuando Rosario presentó a Jacinto como su
sobrino.
Confirmada
la reserva y aclaradas las cuentas con Rosario, Jacinto fue al taller a recoger
el parco equipaje necesario para la breve estancia. Le asignaron la habitación
en la que de niño jugaba con Fernando. El tren eléctrico había sido reemplazado
por una cama de matrimonio oriunda de Ikea, con mesillas a juego; en el lugar
en el que Fernando tenía el Exin castillos y los Geyperman había un mueble para
depositar las maletas y dos sillas. Habían unido la estancia con lo que fue el
cuarto de plancha, convirtiendo la mitad del mismo en un apretado cuarto de
baño con ducha. El pasillo exterior fue despojado de muebles, de cuadros y de
las panoplias de armas que tanta ilusión despertaban en ellos y que don Agapito
les prohibió tocar, suplidos por fotografías de puntos atrayentes del
municipio. Donde hubo una vitrina con maniquís portando preciadas vestimentas
antiguas, escoltados por armaduras del siglo XIII, había ahora una mesa de
aluminio, igual a las del comedor, que daba soporte a una maceta con un espatifilo
con tres inflorescencias.
Ya
con un pie en la calle, la encargada le preguntó si cenaría en el hotel.
–¿Está
incluida la cena en lo que pagué? –Sabía que no.
–No.
–Entonces
cenaré con la familia.
–Espere
un momento.
Jacinto
empezaba a impacientarse con la monja cuando esta le entregó una llave prendida
a una pieza de madera que aparentaba una rustica Virgen.
–En
cuanto acabe de dar la cena, me retiro; si está cerrado… aquí tiene la llave.
–Gracias
y buenas noches, volveré tarde… la familia… ya sabe…
No pensaba
cenar con la familia. Desde que supo que debía quedarse, pensó en comer trenzas
de cordero, no las cataba desde soltero.
Esperaba
no encontrarse con sus antiguos amigos, temía que subsistieran las mofas a
costa de su divorcio y la pregonada promiscuidad de su mujer.
La
primera vez que salió con Mercedes a solas fue después de haber pasado la tarde
con Lucía. La mirada que Mercedes le dedicó contenía la promesa de todas las
dichas que anhelaba, anduvo tras ella, como sonámbulo, a la espera de que llegara
el cumplimiento de la promesa no pronunciada, del encuentro sexual. No tuvo que
impacientarse. Pronto dejó de ser virgen, pero aquel encuentro no aplacó su
vehemencia largamente contenida ni sació su deseo, antes al contrario, el deseo
era superior, quería volcar, en los pocos días que le quedaban en el pueblo, el
apetito sexual retenido durante veinte años. Su hiperactividad sexual cautivó a
Mercedes, fundieron sus furores en frecuentes y ardorosos encuentros, donde los
fogosos arrebatos ignoraron las más elementales medidas profilácticas y
cuarenta y cinco días después, con Jacinto de vuelta en la ciudad, cuando se
creía olvidado por ella, que no respondía a sus llamadas, ni contestaba a sus
recados, recibió la noticia que había hecho saltar las alarmas en Mercedes:
llevaba dos meses sin que le bajara la regla.
Mercedes,
antes de llamarlo, sabiendo que su madre tenía unas conocidas que fueron a
Londres buscando remedio a una situación similar, la hizo depositaria de su
apuro. Su madre se mostró comprensiva, quiso ayudarla, pero su padre fue
inflexible, exigió que aquella ofensa se limpiara de la única forma que podía
hacerse: con el matrimonio. Exigió a su hija el nombre del padre, ella dio el
de Jacinto, como pudo haber dado el de otros dos.
Después
de esto, el tío Anselmo llamó a Jacinto.
Jacinto
no era el partido que Anselmo pretendía para su hija, pero no quería verse
colocando una “mercancía deteriorada”. Entraron en juego los privilegios que el
capital otorga y en quince días se celebró la boda con todos los trámites
cumplidos.
Jacinto
se casó enamorado, Mercedes algo menos, aunque ella, con la boda, conseguía
salir del pueblo y alejarse de la férrea tutela de su padre que, en el pueblo,
seguiría ejerciéndola aun casada. Jacinto, mientras duró el matrimonio, no
llegó a tener conocimiento cabal de las reiteradas aventuras en que su mujer se
vio envuelta, por la sencilla razón de no querer saberlo. Tras el divorcio,
acudieron amigos y conocidos a ilustrarle sobre el tema y demostrarle que no
había perdido tanto.
Cuando
ella le pidió el divorcio, supo que llevaba bastante tiempo tonteando con
Ismael, amparados en que era el dentista de la familia. También supo que Ismael
no fue ni el primero ni el único con quien compartió a Mercedes, lo intuía pero
no había querido saberlo.
El
desengaño le llevó a tratar de compilar los nombres de quienes colaboraron en
su fracaso, y de no ser por un buen amigo, que le forzó a olvidar el pasado y
centrarse en su futuro, el divorcio hubiera sido el primer paso de su fracaso
personal, envuelto en un incipiente alcoholismo, al que consiguió dar
esquinazo. A su favor estaba que siempre fue un optimista irredento, hasta el
punto en que pensó en rehacer su vida con los mimbres supervivientes a la
llegada de Mercedes, le frenó el miedo al ridículo y a la mordacidad de sus
antiguos amigos, por eso se mantuvo alejado del pueblo. Sus abandonados amigos
del pueblo, de los que se apartó en cuanto se enredó con Mercedes y a los que,
cuando iban por el pueblo, apenas saludaba en las ocasiones en que coincidían
en sus paseos por la alameda, siempre acompañando a su mujer y a sus suegros.
Se consideraba el heredero del cacique. ¡Que equivocado estaba! ¡Y que caro
pagó el error! No solo económicamente, también perdió a sus amigos.
Enfiló
la calle del hotel… le costaba trabajo llamar hotel a la casa de Fernando.
Anochecía
cuando pasó ante un local donde servían los manjares que el médico le había
prohibido, quería comer las viandas de su juventud, sin pensar en el colesterol
ni en la tensión.
Entró.
Una
imagen desenfocada golpeaba tercamente su memoria: era la imagen de una mujer a
la que besaba sin que ella se opusiera, pero sin que colaborara, quiso que
aflorara la memoria, precisar el recuerdo, ver claramente a aquella mujer… era…
¡Era Lucía!
“¿La
bese o soñé hacerlo?”.
Era
cierto que en vísperas de su encuentro con Mercedes, salió varias tardes con
Lucía, que andaba despidiéndose de los amigos para ingresar en el convento. Era
una chica con la que, a pesar de su juventud, siempre le gustó conversar; con
ella se podía hablar de todo, incluso de lo considerado tabú. Era guapa, de una
belleza serena, sin afectaciones, sin aditivos ni colorantes, pero nunca pensó
en ella para… Aunque a fuer de ser sincero, por aquellos días… estaba muy
lascivo. En su grupo de amigos de la ciudad, era el único virgen, le daba miedo
ir con prostitutas, era y es muy aprensivo y con esas mujeres nunca estaba
seguro.
Acudió
al pueblo cegado por una prepotencia capitalina, pensando ingenuamente que las
chicas del pueblo estarían agradecidas de que se acostara con ellas, igual que
lo había pensado de su vecina en la capital, tan poco agraciada la pobre, que
por ese simple hecho caería en sus brazos, agradecida ante el descenso de su
narcisismo para yacer con ella. El fracaso con su vecina estaba a punto de
repetirse en el pueblo, confiaba en tomar la alternativa con Mercedes, a la
que, entre ese año y el pasado, todos los de la pandilla parecían haber catado,
pero nunca coincidían. Andaba en viaje de fin de curso y luego serían las
vacaciones de sus padres. Le sonaba haber pensado en la posibilidad de
intentarlo con Lucía, joven, inocente y posiblemente inexperta como él. Aunque
no existía ningún hecho que avalara esa eventualidad. Le impelía un
recalentamiento, inextinguible con la masturbación.
Cuando
salió del bar, lo hizo ahíto de manjares prohibidos regados con abundante
alcohol, pero sin que la conciencia empañara su satisfacción. Se fue al hotel,
entró procurando no hacer ruido, la entrada estaba discretamente iluminada por
la lámpara que desde el piano repartía una fantasmagórica claridad hasta el
inicio de la escalera, donde la penumbra se diluía con la débil claridad que se
derramaba desde el pasillo superior. Eran casi las dos de la madrugada cuando,
sin desvestirse, se desplomó sobre la cama y sin transición se quedó dormido,
el cansancio y el alcohol reclamaban su canon.
De
saber lo que le reservaba el sueño, hubiera permanecido en vigilia, era un
sueño anticipado por las imágenes que le acometieron en el bar. Se escenificaba
en el salón de abajo, estaba con Lucía, muy próximo a ella, sabiendo que no
había nadie más en la casa, ella se mostraba muy amable, igual que los días
anteriores. Habían recorrido el pintoresquismo del municipio, en amena conversación
sobre variada temática, sin que la escandalizara ninguno de los asuntos que él
propuso, y eso que alguno resultaba realmente escabroso. En aquel momento y sin
venir a cuento, se sintió plenamente autorizado a besarla con intención de
llegar lo más lejos que pudiera. Creía estar en su derecho. Su ilimitado
narcisismo precisaba que así lo comprendiera Lucía, al fin y al cabo, era una
cría de pueblo. El beso no tuvo más respuesta que la que le brindaría un espejo
y cuando se apartó, abochornado, hubo de ser él quien respondiera ante ella.
–¿Qué
pretendes al besarme?
–Quería
demostrarte que me he enamorado de ti –Jacinto estaba azorado.
–Con
un beso crees poder demostrar que estás enamorado. ¿No será que sientes
apetencias sexuales?
–Mujer…
eso también, pero te prometo que te amo.
Otra
vez se lanzó a besarla y obtuvo similar respuesta, aunque, en esa ocasión, ella
se sonrojó.
–¿Ese
enamoramiento galopante a donde nos llevará?
–A
donde tú quieras.
–No
soy yo la que ha confesado el enamoramiento, sino tú, y se supone que tendrás
algún plan para vivir ese amor.
–Pues
eso, tú lo has dicho, vivir ese amor mientras dure.
–O
sea que nace con fecha de caducidad.
–No,
Lucía, pretendo que sea eterno…
–Eterno
¿Hasta cuándo?
–Mientras
dure este fuego abrasador que me envuelve y en el que quiero que ardamos los
dos.
–Vamos,
que lo que quieres es que nos acostemos. ¿Es eso?
–Sí…
y… también podemos salir juntos, si decides no entrar en el convento.
–Entonces
el primer punto es que nos acostemos y luego decidiremos o decidirás si te
conviene.
–No
es así, Lucía. Te quiero para toda la vida. Jamás he querido a nadie así. Eres
la mujer con la que siempre soñé. Te he buscado toda mi vida. Déjame que te
explique… serás tú quien decida si…
En
ese momento se abrió la puerta de la calle, entró la madre de Lucía, los saludó
cariñosamente y siguió hasta la cocina para dejar la compra que traía de la
ciudad.
–Mañana
vendré y lo hablaremos con más calma. –Jacinto de pronto tuvo prisa.
–¿Seguro
que vendrás?
–Nada
en este mundo impedirá que te explique lo que siento. ¿Me esperarás?
–Sigo
sin estar segura de si vendrás.
Jacinto
se quitó la medalla de su santo que llevaba al cuello y se la entregó para que
la guardara. Ella hizo ademan de rechazarla.
–Guárdala,
mañana volveré a por las dos.
–Nunca
sabré si vienes por mí o por la medalla.
–Cuando
vuelva no te cabrá duda.
Al
llegar a ese punto, el sueño se interrumpía y como una cinta sin fin volvía a
iniciarse en un bucle interminable, hasta que algo lo despertó. Encendió la
luz, estaba inquieto y empapado en sudor, a pesar de que la noche era bastante
fresca, eran las cinco, temprano para ducharse, se aquietó y prestó atención, a
través de la puerta se oía música, aunque no distinguía si se trataba de algún
televisor o provenía del salón. Quiso averiguarlo, abrió la puerta, la percibió
más nítidamente, eran los arpegios de un nocturno de Chopin, el mismo que Lucía
tocaba a menudo, trató de averiguar de qué habitación partía el sonido y se
desplazó por el pasillo hasta el nacimiento de la escalera, allí se percibía
con más brillantez, parecía provenir del piano, pero no había nadie ante él,
aunque la tapa del teclado estaba
abierta y… desde allí, se apreciaba como se hundían las teclas sin que ninguna
mano las pulsara. Experimentó una extraña sensación, un escalofrió le recorrió
la espalda, hasta que comprendió que el piano estaba dotado de pianola
eléctrica. Encontró tal placer al escucharla que se sentó a la mesa que
soportaba la planta de banderas blancas, se acomodó, cerró los ojos y disfrutó,
era como cuando escuchaba tocar a Lucía.
No
supo en qué momento volvió a ser presa del sueño, pero de pronto vio cómo Lucía
acariciaba el teclado del viejo piano, el salón estaba muy iluminado y
amueblado como él recordaba, y en la alfombra que había en el centro jugaban
tres niños de muy tierna edad, dos chicas y un mozalbete rubio, mientras
alguien… alguien con sus mismos rasgos… ¡Era él!, acomodado en un mullido
sillón se deleitaba escuchando la música al tiempo que disfrutaba viendo
evolucionar a los niños, entre juegos y risas, que se trenzaban con la música
que interpretaba Lucía. Sintió un bienestar que le henchía como nunca en su
vida experimentó y deseó pasar lo que le quedaba de vida en aquel sueño, que
nunca terminara, que pudiera disfrutar sin interrupción de aquella dicha, que
nadie se la arrebatara.
–¿Hubieras
preferido lo que estás viendo a la vida que llevaste?
Jacinto
abrió los ojos, miró sorprendido a la mujer que estaba frente a él, las hojas
de la planta le impedían parcialmente ver su rostro, se inclinó para verla
mejor, pensó que era una de las monjas, sin la toca lucía una cabeza pelona.
–Perdón,
¿qué ha dicho?
–Te
he preguntado si valió la pena aquella espantada.
–No
comprendo qué quiere decir.
–Quiero
saber si te resultó provechosa la vida que llevaste con aquella mujer, después
de incumplir la promesa que me hiciste la misma tarde en que te revolcaste con
ella. O acaso te hubiera agradado más la vida que has vislumbrado por unos
segundos mientras me oías tocar el piano y veías jugar a los hijos que no
tuvimos.
Quiso
levantarse de la silla, pero una fuerza ignota lo mantuvo pegado a ella. Deseó
alargar la mano, tocar la de la mujer que se arrogaba la identidad de Lucía,
pero una energía oculta le retenía las manos pegadas al tablero, quiso llamarla
y no pudo, hubiera querido abrazarla, pedirle perdón por lo que hizo, por lo
que omitió, por no haber vuelto al día siguiente, por no haber vuelto nunca
más, por no disculparse, por ser tan imbécil, tan cobarde, por haberles privado
a los dos de una vida feliz. Supo que no podía ni siquiera soñar con su perdón,
¿cómo iba a perdonarlo la que tanto sufrió por su culpa?, la que desechó los
planes, tan cuidadosamente preparados durante toda su vida, por esperarlo, a
él, que nada más prometerle amor eterno, se fue con la más envilecida que
encontró. Una tremenda laxitud se apoderó de él y no trató de quebrarla.
–Tuve
razón al dudar que volverías al día siguiente ¿Verdad? Yo no te era útil para
el empeño que te trajo al pueblo y si lo intentaste conmigo fue porque no
encontraste antes la presa que te habías marcado. Pero no sabías que la presa
resultarías ser tú. Has estado purgando tus errores, escondiéndote de tus
amigos, que te llaman cornudo, manteniéndote apartado del pueblo como penitencia
al error de una noche que no tenía más fin que la opinión que pudieran tener de
ti tus compañeros de juergas que te miraban como un ser raro que se mantenía
virgen a su edad, sin pensar que eso, para alguien, podía ser una virtud que te
hubiera llevado a la felicidad que acabas de contemplar.
–¿Me
esperaste?
–Hasta
el momento de mi muerte.
–¿Me
querías?
–Fui
fiel a un compromiso.
–El
compromiso era solo mío.
–Que
sabrás tú de compromisos. Creíste quererme y quisiste que te creyera, te creí,
me pediste que te esperara y te esperé. ¿Crees que hubiera hecho todo eso sin
quererte? Mientras tú te dedicabas a compartir tu capricho con todo aquel que
se le acercaba, yo me pudría aquí esperándote.
–Lo
supiste durante todos estos años.
–Sí.
–¿Por
qué no me lo dijiste? Podría haber dejado todo y volver contigo.
–¿Para
tener una aventura con la que compensar las miles de tu mujer? Y luego volver
con ella.
–No,
para quedarme contigo toda la vida.
–¿Otra
vez?
–Ya
sé que no puedes creerme y puede que tengas razón, pero, créeme, hubiera
tratado de que fuéramos felices. ¿Por qué me lo has mostrado ahora?
–Porque
ahora era seguro que te apetecería volver a la vida que despreciaste.
–Nunca
pensé que la venganza anidara en ti.
–También
era humana.
–Te
juro que siento muchísimo no haberte hecho feliz.
–Lo
creo, porque sabes que mi felicidad estaba enlazada a la tuya, de no ser así,
no lo sentirías y aunque lo dijeras no te creería.
Lucía
parecía disolverse en el ambiente. Jacinto pudo entrever en los rasgos de
aquella mujer los de la única mujer que pudo hacerle feliz. Casi se había
desvanecido cuando de nuevo se materializó por un momento y arrojó algo
brillante a la mesa.
–Esto
es tuyo.
Era
una medalla de oro de San Jacinto con su cadena, Lucía se desvaneció y del
piano solo persistió el eco. Jacinto tomó la medalla. Era la suya, la que le
entregó a ella.
Cuando
se despertó estaba en su habitación, no supo cuándo ni cómo había vuelto. No
quería pensar. Había dormido vestido, se desnudó, se ducho y salió dispuesto a desayunar.
Estaba la misma monja, que le dio los buenos días muy atentamente.
–Siéntese,
tiene aspecto de necesitar desesperadamente un desayuno.
–Gracias.
–Cuando iba a sentarse, se volvió y se dirigió al piano.
Trató,
en vano, de abrir la tapa del teclado, observó el instrumento tratando de
localizar donde se encajaba la cinta perforada de la pianola, no lo encontró.
Estaba mirando la trasera del piano cuando la hermana apareció portando el
desayuno.
–¿Es
usted músico?
–No,
solo melómano. Creía que tenía dispositivo de pianola. Me pareció escucharlo
anoche.
–Se
equivoca plenamente, es un buen piano, un Steinway de 1863, no cuenta con esa
frivolidad, aún no se había inventado ese artilugio cuando se fabricó. Y dudo
que pudiera escucharlo anoche, la llave del teclado va siempre conmigo.
Jacinto
ya no podía estar más seguro de sus inseguridades.
De
camino al mecánico, una voz le arrancó de sus cavilaciones, era su madre que,
desde una tienda que acababa de sobrepasar, le llamaba, volvió sobre sus pasos
y la besó.
–Ah,
mira. ¿Te acuerdas de ella?
Le
mostro la medalla a su madre. Tras un primer vistazo la mujer le dio la vuelta,
observó el anverso y sonrió.
–Sí,
es la tuya, hacía tiempo que no te le veía puesta. Con lo que me costó.
Cuando
estuvo de vuelta en el hotel, casi tropezó con la novicia, que quería
entregarle un sobre que habían dejado para él.
Lo
miró, solo se veía su nombre escrito con primorosa caligrafía, sin remite, lo
palpó: se trataba de un objeto rectangular y de uno de sus lados sobresalían
cuatro círculos, lo guardó en el bolsillo, lo abriría más tarde.
–¿Quién
lo ha traído?
–Una
señora.
–¿Dijo
su nombre?
–No.
–¿Cómo
era?
–Algo
más joven que usted, con el pelo rapado casi al cero.
Le
recorrió un estremecimiento, estaba describiendo a la Lucía que habló con él
esa madrugada, volvió a palpar el sobre. Las incertidumbres ganaban terreno.
–¿Se
encuentra bien? Se ha puesto más blanco que la pared.
–¿No
reconoció a esa señora?
–En
el año y medio que llevo en el pueblo, nunca la había visto, aunque ella
tampoco debe salir mucho a la calle, estaba pálida como un muerto, más que
usted.
Sin
más, Jacinto alcanzó la escalera y subió a toda prisa a su habitación, mientras
la religiosa se quedaba perpleja.
–Va
por la vida haciendo amigos –ironizó la monja–. No da ni las gracias.
Una
vez en la habitación examinó el sobre por todos sus costados, lo volvió a
palpar, no sabía que era lo que contenía, quería saberlo, pero sentía temor de
abrirlo.
Trató
de despegar la solapa con cuidado, no quería rasgarla, deseaba conservar
integra aquella muestra de la refinada caligrafía de Lucía; tras unos segundos
lo logró, había un folio doblado que sacó y apartó. El objeto era un
portarretratos de los que se fijan en los salpicaderos de los coches, en el que
habían cuatro retratos circulares y el motivo que los hizo populares: la frase
“Papa no corras”. El retrato situado a la izquierda, un poco más grande que los
otros, era el de Lucía, tal y como él la recordaba; los otros correspondían a
los niños con los que soñó la noche anterior. Se quedó mirándolos hasta que la
vista se le nubló y dejó de verlos. Estaba llorando, se secó las lágrimas,
desdobló el folio y leyó el contenido.
“Espero que este recuerdo te atormente
el resto de tus días como me atormentó esperarte”.
L
–Lucía,
si lo que pretendes es vengarte –dijo en voz alta, como si ella estuviera
allí–, estás muy equivocada, crearé una nueva vida alrededor de este portafotos
y nunca dejaré de amarte.
Jacinto,
esta vez, cumplió su promesa y entretejió toda una vida en torno a aquel
retrato familiar. Todos sus compañeros la conocieron hasta el hartazgo.
Su
madre, ya octogenaria, fue dándole largas a la muerte que la acechaba, no
quería que su hijo se quedara solo, a pesar de que en aquella institución solo
le permitían visitarlo una vez al mes.
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