RECUERDO ENVENENADO

 



 


 

Este cuento fue galardonado el día 16 de junio de 2017, como vencedor del apartado de cuentos en el XVI Certamen Literario del Ateneo Cultural de Paterna correspondiente a 2017.




 

Jacinto se había jurado solemnemente no volver a pisar el pueblo.

Pero la expresión del rostro de su madre cuando le pidió que la llevara, merecía quebrantar el juramento y además le venía de paso hacia su destino de vacaciones. Se lo debía.

“Le debía eso… y tantas cosas más”.

“Por mis derroches, mi madre perdió la casa y los campos que su abuelo le dejó. Con setenta y cinco años debía recurrir a pedir favores a familiares para tener un techo bajo el que cobijarse en su propio pueblo y poder acompañar a su prima, a la que quería como a la hermana que nunca tuvo, en el trance de la reciente pérdida de su marido”.

Quince años antes no hubiera creído estar en una situación como aquella: sin disponer de alojamiento propio en el pueblo. Fue cuando tan alegremente empujó a su madre a venderle a su suegro la casa y los campos por el importe de un coche y las vacaciones de un año.

“Fue mi egoísmo el que me llevó a aceptar la miserable oferta de mi suegro y ahora no puedo reprochárselo a nadie más que a mí”.

Jacinto siempre anduvo escaso de cuartos, y eso que, tanto él como su mujer, gozaban de unos buenos salarios, pero a ambos les gustaba viajar en una categoría superior a sus posibilidades, siempre enredados en deudas y préstamos, fuera a padres, suegros o amigos. Cuando se emperró en vender la casa, hacía tiempo que no podía pedir más “prestamos” a su madre, que sobrevivía con un único ingreso: la pensión de viudedad.

El padre de Mercedes, la mujer de Jacinto, gozaba de una muy desahogada situación económica, era el mayor terrateniente de la comarca, tenía más bienes que el señor marqués. Hacía tiempo que les había dicho a él y a Mercedes que el tren de vida que llevaban no se correspondía con sus ingresos y que no estaba dispuesto a humillarles más con sus dádivas. El grifo se cerró completamente, pero Mercedes seguía recibiendo, aunque fuera en especie y a través de su madre, algunos obsequios como vestidos, cosméticos o joyas. Cuando más ahogados estaban, su vetusto vehículo lanzó el último estertor. El padre de Mercedes les planteó una posible solución: les daba el dinero que precisaban para cambiar de automóvil y algo más, a cambio de la casa vacía de la madre de Jacinto y unos campos baldíos. Ante la sorpresa de Jacinto, su suegro quito importancia a la transacción.

–La casa la podréis seguir utilizando, cada vez que vengáis, vosotros o tu madre. Sin tener que pagar contribución ni gastos de agua y luz, y los campos, que se están perdiendo, volverán a ser productivos. Cuando lo heredéis, todo estará en mejores condiciones.

“Siendo Mercedes hija única, como yo, tanto la casa como los campos revertirán en nosotros cuando fallezcan mis suegros y podremos salir del paso con el dinero que mi suegro nos dé por ellos, una miseria, pero suficiente para cambiar de coche y tapar algún agujero y, además, dispondremos de la casa, que con el tiempo volverá a ser nuestra”.

Prosiguieron su disoluta vida, a pesar de que últimamente Mercedes hacia su vida prescindiendo casi por completo de él, circunstancia que Jacinto prefería ignorar.

“Los rumores no me lastimaban. Eran habladurías sin más. Confiaba en Mercedes. Cierto que de soltera tuvo sus más y sus menos, pero aquello era agua pasada, también yo… Bueno, da igual que yo no hubiera conocido mujer hasta Mercedes”.

Lo que no entraba en los cálculos de Jacinto era que en su matrimonio se cruzara Ismael, también de Villaslongas, su entrada en escena quebraría los pocos lazos que aún le unían a su mujer. De pronto se encontró con un divorcio que no solo le arrebataba la única mujer que había conocido, aunque eso fuera lo que menos le apenó por entonces, además lo dejaba en la calle, al entregar el juez la posesión de la vivienda, recién acabada de pagar, a sus dos hijos, que quedarían en compañía de la madre, a la que, durante los próximos cinco años, habría de pasar una pensión no demasiado alta, pero que terminaría de crujir su economía, ya descompuesta por las pensiones alimenticias que debía entregar a sus hijos, que aun siendo mayores de edad, continuaban estudiando.

Su divorcio fue la razón que le impidió volver al pueblo desde hacía catorce años. Temía las rechiflas de sus antiguos amigos.

Con solo retrasar dos días la visita, su madre dispondría de alojamiento: se quedaría en casa de una de las hijas de su prima viuda.

Retrasaron el viaje los dos días, tuvo que llamar a los compañeros de vacaciones que lo esperaban en Carboneras y advertirles de su llegada tres días después.

A Jacinto el viaje se le antojó más corto que los anteriores, su madre, de acompañante, no dejó de hablarle del panorama familiar: del trabajo del propio Jacinto; de las ocupaciones de los nietos que hubieron de emigrar para encontrar acoplo a sus carreras, el mayor, arquitecto, trabajaba en Chile; el menor, médico, en Gran Bretaña y como colofón dedicó un sentido recuerdo a su difunto marido, al que seguía echando en falta tras veinte años de viudez. La proximidad de su destino desempolvó anécdotas vividas o escuchadas, todas relacionadas con cada punto que atravesaban. Cuando estaban próximos al pueblo los sorprendió un fuerte ruido, una brusca sacudida y una drástica deceleración.

–¿Qué podrá ser? Este coche nunca dio problemas. Es un coche alemán… 

–¿Llevas gasolina, hijo?

–No es problema de gasolina, madre. El problema es que ya tiene quince años. –Era el coche que compró con el fruto de la venta de la casa.

Una grúa los transportó hasta el pueblo. La obtención de repuestos y la reparación precisaban de dos días. Decidió esperar mientras lo reparaban. Acompañó a su madre hasta su alojamiento y desde allí fue a indagar dónde alojarse él.

Su prima lo recibió con la afabilidad que se dispensa a un regalo repetido. Era el pariente que se casó y se divorció de la Mercedes, la del tío Anselmo. Se mostraba avergonzada de aquel matrimonio y contenta por el divorcio. Pronto supo que su ex suegro seguía esquilmando a los lugareños. A él se le tenía por un guerrillero que se enfrentó a quien todos odiaban y temían. No sabían que fue Mercedes quien pidió el divorcio.

Matilde, la prima de su madre y su hija Emerenciana, familiarmente Meren, se colgaron del teléfono para tratar de hallarle albergue. Tras una hora de consultas, los aspavientos de Meren anunciaron que había encontrado alojamiento.

–Hubo suerte, Rosario reservó una habitación para su sobrino en el hotel de las monjas, pero en el último momento no ha podido venir. Iba a anular la reserva y ver si le devolvían algo de lo pagado por adelantado, aunque estaba segura de no conseguirlo, buenas son las monjas… Vamos allá y, como no dejó documentos, diremos que eres el sobrino, y arreglado, le pagas lo que sea a la Rosario y todos felices. ¿Hace?

–Por mí, bien, pero ¿dónde está ese hotel? No lo conozco.

–¿Cómo que no lo conoces? Pues no has estado veces allí. Es la casa de don Agapito, el administrador del señor marqués. ¿A que ahora sí que sabes cuál es?

–Pues claro, la casa de Fernando y… ¿Cómo se llama su hermana, la monja?

–Ay hijo, pareces de Marte. Fernando se hizo misionero, lo mataron en Sudán, y su hermana Lucía, a punto de entrar en el convento, se lo pensó mejor, se quedó en la casa y allí vivió atormentada, hasta que hace un par de años la encontraron muerta junto al piano. Las malas lenguas dijeron que no profesó porque la enamoró un galán y ella se quedó esperándolo. Él nunca volvió –al decirlo fijó sus ojos en los de Jacinto.

Jacinto se notó enrojecer a la vez que una repentina comezón le irritaba los labios, se los restregó fogosamente con el antebrazo. Un recuerdo, largos años soterrado, pugnaba por brotar en su memoria, instintivamente lo rechazó, aunque había despertado su curiosidad, lo temía, le daba miedo que fuera doloroso. Era algo relacionado con Lucía.

–Chico, ¿qué te pasa? ¿Te ha picado algún bicho?

–¿Eh? No, es una alergia que me da de vez en cuando. Los años que no perdonan. –Seguía frotándose los labios.

–En el testamento, los hermanos se dejaban todos los bienes el uno al otro y en el caso de que el otro hubiera fallecido, todo pasaba al convento, así que, cuando faltó Lucía, las monjas no tardaron en reclamar la herencia que les llegaba del cielo. En un principio pensaron vivir en la casa heredada, era suficiente para ellas, para fabricar sus dulces y contaba con el huerto que precisaban. Venderían el convento, demasiado grande para las seis que eran. Pidieron permiso a sus superiores, que, después de rumiarlo, las hicieron volver al convento. El convento era donación de la familia del marqués, condicionada a ser ocupado por la orden, en caso contrario, revertía al marqués. Decidieron explotar la casa de don Agapito como hotel, y en esas estaban.

–La de veces que jugué allí con Fernando, en su cuarto, en el huerto o escuchando como tocaba el piano su hermana, me encontraré como en casa…

–No creas, cuando lo heredaron las monjas, con la excusa de que ellas no podían vivir entre aquellos lujos, se deshicieron de cuadros, esculturas, muebles, de todo lo valioso, menos del piano y dos o tres cuadros de santos. Lo llevaron todo a Madrid, lo subastaron y sacaron un dineral, que nadie sabe adónde fue a parar. Para arreglar el tejado de la iglesia se completó la subvención del ayuntamiento con una colecta; para cambiar la instalación eléctrica del convento, otra; para restaurar la imagen de la Virgen, los clavarios tuvieron que empeñarse y firmar un crédito. Para cualquier necesidad recurren al pueblo, después de haberles sacado todo lo que les sacaron a tus amigos.

–Amigo mío era Fernando. Lucía era más joven, casi no la traté.

–Por aquel entonces se decía que eras el único capaz de quitarle el convento de la cabeza.

–¿Quién decía eso?

–Las del grupo… mis amigas. Entre ellas estaba tu…, tu antigua mujer…, bien se espabiló la lagartona para que Lucía no se hiciera contigo.

–Estoy pasmado, no me digas que todo eso lo movía yo…, si lo llego a saber…

–Sigues tan pardillo como entonces. Se sabía que tenías encandilada a Lucía, aunque ella nunca lo admitió. Pero se le notaba, cada vez que entrabas o salías de su casa se le iban los ojos. Ella decía que no tenía más amor que su consagración al Señor, que era la guía de su vida.

Se frotó de nuevo los labios, aunque esta vez con menos ímpetu.

–Si no se te pasa, nos acercamos a la farmacia, a estas horas está la farmacéutica y le pedimos algo para tu boca, acabarás haciéndote sangre.

–Se pasará en cuanto me acostumbre a algo que hay en el ambiente… ¿Qué decía Mercedes sobre lo de Lucía?

–Bueno, tu… Mercedes te tenía en su lista, eras el único que le faltaba de la pandilla, no se lo callaba, no quería que te escaparas… Ya sabes… Mercedes era… muy…

–Promiscua.

–Eso. Pero antes de salir contigo, después no se le conoció ningún desliz...

–Cuando se lo conocí, me dejó plantado y sin un duro. El término que andabas buscando no es promiscua, es putón desorejado. No queramos cogérnosla con papel de fumar, que somos mayorcitos. –A Jacinto se le notaba crispado.

–Pues eso, solo le faltabas tú, se la habían “pasado” todos tus amigos, pero como tú no vivías en el pueblo, y cuando venías, ella estaba de viaje con sus “papás”, no le fue fácil engancharte hasta aquel año en que a su papá, los de la Seguridad Social, no le dejaron irse de vacaciones porque tenía trabajando a cincuenta y tantos jornaleros sin pagar los seguros. Por fin coincidisteis, cosa que te alegró mucho. Estabas más salido que un balcón. Vaya imagen la tuya cuando la viste.

–Mujer, me llegaron comentarios sobre ella que… y, a uno, ciertas cosas…

–Lo comprobaste, ¿verdad?, pero no te cercioraste si la goma estaba pinchada y te encontraste ante el altar sin posibilidad de escabullirte. Eras novato en esas cosas.

Jacinto volvió a enrojecer, no por lo que hizo, sino por la mucha transcendencia que tuvo su virginidad.

–Mujer, mucha experiencia no tenía… pero…

–Mercedes nos dijo que te desvirgó… vosotros sabréis.

–No creas todo lo que se diga… me casé con ella porque quise… o casi. La verdad es que Mercedes me deslumbró y me…

–No hace falta que entres en detalles, que ella se encargó de contárnoslo a todo el grupo, con pelos y señales.

–No jo… no me digas.

–Aún lo recuerdo, vaya sesiones intensivas que tuvisteis.

–Aquello es agua pasada.

–Para ti hubiera sido mejor que esas aguas no hubieran pasado, tenías un partido mucho mejor. Fue poneros vosotros de novios y Lucía renunció al convento, después de años preparándose para tomar los hábitos. Se le agrió el carácter, no salía de casa, apenas tocaba el piano, y cuando lo hacía acababa aporreándolo; cada dos meses tenía que cambiar de sirvienta, no había quien aguantara a su lado. Dos o tres años después, las criadas tenía que traerlas de las aldeas, de los cortijos de la sierra, nadie quería estar con ella. Los últimos años tuvo de criada a una monja que no se dejaba avasallar.

–No volví a verla desde que empecé con Mercedes, fue cuando su hermano volvió al seminario. ¿Él vino mucho por aquí?

–Claro, Mercedes y su padre te tenían secuestrado, no querían que te mezclaras con la chusma. Fernando, claro que volvía, no le quedaba más remedio. Cada vez que Lucía hacia una de las suyas, no le quedaba más remedio que volver y usar sus influencias para que no transcendieran las burradas de Lucía.

–¿Burradas?

–Sí, hombre, sí, la dulce Lucía, la que siempre andaba ensoñada, la de perpetua sonrisa, la conciliadora, la que estaba por encima de todo lo humano, se bajó del pedestal y demostró su humanidad, desde abofetear a la sirvienta porque llevaba la falda demasiado corta, hasta proclamar a gritos, en plena misa mayor, que el cura tenía sus desahogos con la Rogelia cuando volvía de decir misa en el Pomar. Denunció a tu suegro… bueno, al tío Anselmo, por acosar a las jornaleras; en fin, que la mosquita muerta no se calló ante nada que considerara inmoral y, gracias a que la apadrinó el marqués, no pudieron callarla como a cualquiera de nosotros. Pero hacían que viniera Fernando, que se comprometía a que no volvería a revolver el avispero, pero al poco de partir Fernando, vuelta a empezar. Fernando se fue a misiones para perderla de vista… En serio, Lucía no dejaba tranquilo a nadie que anduviera entre dos aguas. Hasta que un día vino Fernando desde el África, sustituyó a la sirvienta por una de las monjas e hicieron testamento.

–¿Con la monja no organizó escándalos?

–Con ella en la casa, ni se la oía, era la misma monja que la preparó para recibirse y tenía un genio de mil demonios…

–Ahí nos está esperando Rosario.

Entraron en la casa, costaba reconocerla, del lujoso mobiliario del salón solo quedaba el piano, arrinconado junto a la chimenea. El resto del mobiliario parecía procedente de desechos.

Les recibió una hermana con hábito de novicia. Era mulata con predominio de rasgos africanos, aunque se manejaba perfectamente en castellano, les atendió con mucha amabilidad y nada objetó cuando Rosario presentó a Jacinto como su sobrino.

Confirmada la reserva y aclaradas las cuentas con Rosario, Jacinto fue al taller a recoger el parco equipaje necesario para la breve estancia. Le asignaron la habitación en la que de niño jugaba con Fernando. El tren eléctrico había sido reemplazado por una cama de matrimonio oriunda de Ikea, con mesillas a juego; en el lugar en el que Fernando tenía el Exin castillos y los Geyperman había un mueble para depositar las maletas y dos sillas. Habían unido la estancia con lo que fue el cuarto de plancha, convirtiendo la mitad del mismo en un apretado cuarto de baño con ducha. El pasillo exterior fue despojado de muebles, de cuadros y de las panoplias de armas que tanta ilusión despertaban en ellos y que don Agapito les prohibió tocar, suplidos por fotografías de puntos atrayentes del municipio. Donde hubo una vitrina con maniquís portando preciadas vestimentas antiguas, escoltados por armaduras del siglo XIII, había ahora una mesa de aluminio, igual a las del comedor, que daba soporte a una maceta con un espatifilo con tres inflorescencias.

Ya con un pie en la calle, la encargada le preguntó si cenaría en el hotel.

–¿Está incluida la cena en lo que pagué? –Sabía que no.

–No.

–Entonces cenaré con la familia.

–Espere un momento.

Jacinto empezaba a impacientarse con la monja cuando esta le entregó una llave prendida a una pieza de madera que aparentaba una rustica Virgen.

–En cuanto acabe de dar la cena, me retiro; si está cerrado… aquí tiene la llave.

–Gracias y buenas noches, volveré tarde… la familia… ya sabe…

No pensaba cenar con la familia. Desde que supo que debía quedarse, pensó en comer trenzas de cordero, no las cataba desde soltero.

Esperaba no encontrarse con sus antiguos amigos, temía que subsistieran las mofas a costa de su divorcio y la pregonada promiscuidad de su mujer.

La primera vez que salió con Mercedes a solas fue después de haber pasado la tarde con Lucía. La mirada que Mercedes le dedicó contenía la promesa de todas las dichas que anhelaba, anduvo tras ella, como sonámbulo, a la espera de que llegara el cumplimiento de la promesa no pronunciada, del encuentro sexual. No tuvo que impacientarse. Pronto dejó de ser virgen, pero aquel encuentro no aplacó su vehemencia largamente contenida ni sació su deseo, antes al contrario, el deseo era superior, quería volcar, en los pocos días que le quedaban en el pueblo, el apetito sexual retenido durante veinte años. Su hiperactividad sexual cautivó a Mercedes, fundieron sus furores en frecuentes y ardorosos encuentros, donde los fogosos arrebatos ignoraron las más elementales medidas profilácticas y cuarenta y cinco días después, con Jacinto de vuelta en la ciudad, cuando se creía olvidado por ella, que no respondía a sus llamadas, ni contestaba a sus recados, recibió la noticia que había hecho saltar las alarmas en Mercedes: llevaba dos meses sin que le bajara la regla.

Mercedes, antes de llamarlo, sabiendo que su madre tenía unas conocidas que fueron a Londres buscando remedio a una situación similar, la hizo depositaria de su apuro. Su madre se mostró comprensiva, quiso ayudarla, pero su padre fue inflexible, exigió que aquella ofensa se limpiara de la única forma que podía hacerse: con el matrimonio. Exigió a su hija el nombre del padre, ella dio el de Jacinto, como pudo haber dado el de otros dos.

Después de esto, el tío Anselmo llamó a Jacinto.

Jacinto no era el partido que Anselmo pretendía para su hija, pero no quería verse colocando una “mercancía deteriorada”. Entraron en juego los privilegios que el capital otorga y en quince días se celebró la boda con todos los trámites cumplidos.

Jacinto se casó enamorado, Mercedes algo menos, aunque ella, con la boda, conseguía salir del pueblo y alejarse de la férrea tutela de su padre que, en el pueblo, seguiría ejerciéndola aun casada. Jacinto, mientras duró el matrimonio, no llegó a tener conocimiento cabal de las reiteradas aventuras en que su mujer se vio envuelta, por la sencilla razón de no querer saberlo. Tras el divorcio, acudieron amigos y conocidos a ilustrarle sobre el tema y demostrarle que no había perdido tanto.

Cuando ella le pidió el divorcio, supo que llevaba bastante tiempo tonteando con Ismael, amparados en que era el dentista de la familia. También supo que Ismael no fue ni el primero ni el único con quien compartió a Mercedes, lo intuía pero no había querido saberlo.

El desengaño le llevó a tratar de compilar los nombres de quienes colaboraron en su fracaso, y de no ser por un buen amigo, que le forzó a olvidar el pasado y centrarse en su futuro, el divorcio hubiera sido el primer paso de su fracaso personal, envuelto en un incipiente alcoholismo, al que consiguió dar esquinazo. A su favor estaba que siempre fue un optimista irredento, hasta el punto en que pensó en rehacer su vida con los mimbres supervivientes a la llegada de Mercedes, le frenó el miedo al ridículo y a la mordacidad de sus antiguos amigos, por eso se mantuvo alejado del pueblo. Sus abandonados amigos del pueblo, de los que se apartó en cuanto se enredó con Mercedes y a los que, cuando iban por el pueblo, apenas saludaba en las ocasiones en que coincidían en sus paseos por la alameda, siempre acompañando a su mujer y a sus suegros. Se consideraba el heredero del cacique. ¡Que equivocado estaba! ¡Y que caro pagó el error! No solo económicamente, también perdió a sus amigos.

Enfiló la calle del hotel… le costaba trabajo llamar hotel a la casa de Fernando.

Anochecía cuando pasó ante un local donde servían los manjares que el médico le había prohibido, quería comer las viandas de su juventud, sin pensar en el colesterol ni en la tensión.

Entró.

Una imagen desenfocada golpeaba tercamente su memoria: era la imagen de una mujer a la que besaba sin que ella se opusiera, pero sin que colaborara, quiso que aflorara la memoria, precisar el recuerdo, ver claramente a aquella mujer… era… ¡Era Lucía!

“¿La bese o soñé hacerlo?”.

Era cierto que en vísperas de su encuentro con Mercedes, salió varias tardes con Lucía, que andaba despidiéndose de los amigos para ingresar en el convento. Era una chica con la que, a pesar de su juventud, siempre le gustó conversar; con ella se podía hablar de todo, incluso de lo considerado tabú. Era guapa, de una belleza serena, sin afectaciones, sin aditivos ni colorantes, pero nunca pensó en ella para… Aunque a fuer de ser sincero, por aquellos días… estaba muy lascivo. En su grupo de amigos de la ciudad, era el único virgen, le daba miedo ir con prostitutas, era y es muy aprensivo y con esas mujeres nunca estaba seguro.

Acudió al pueblo cegado por una prepotencia capitalina, pensando ingenuamente que las chicas del pueblo estarían agradecidas de que se acostara con ellas, igual que lo había pensado de su vecina en la capital, tan poco agraciada la pobre, que por ese simple hecho caería en sus brazos, agradecida ante el descenso de su narcisismo para yacer con ella. El fracaso con su vecina estaba a punto de repetirse en el pueblo, confiaba en tomar la alternativa con Mercedes, a la que, entre ese año y el pasado, todos los de la pandilla parecían haber catado, pero nunca coincidían. Andaba en viaje de fin de curso y luego serían las vacaciones de sus padres. Le sonaba haber pensado en la posibilidad de intentarlo con Lucía, joven, inocente y posiblemente inexperta como él. Aunque no existía ningún hecho que avalara esa eventualidad. Le impelía un recalentamiento, inextinguible con la masturbación.

Cuando salió del bar, lo hizo ahíto de manjares prohibidos regados con abundante alcohol, pero sin que la conciencia empañara su satisfacción. Se fue al hotel, entró procurando no hacer ruido, la entrada estaba discretamente iluminada por la lámpara que desde el piano repartía una fantasmagórica claridad hasta el inicio de la escalera, donde la penumbra se diluía con la débil claridad que se derramaba desde el pasillo superior. Eran casi las dos de la madrugada cuando, sin desvestirse, se desplomó sobre la cama y sin transición se quedó dormido, el cansancio y el alcohol reclamaban su canon.

De saber lo que le reservaba el sueño, hubiera permanecido en vigilia, era un sueño anticipado por las imágenes que le acometieron en el bar. Se escenificaba en el salón de abajo, estaba con Lucía, muy próximo a ella, sabiendo que no había nadie más en la casa, ella se mostraba muy amable, igual que los días anteriores. Habían recorrido el pintoresquismo del municipio, en amena conversación sobre variada temática, sin que la escandalizara ninguno de los asuntos que él propuso, y eso que alguno resultaba realmente escabroso. En aquel momento y sin venir a cuento, se sintió plenamente autorizado a besarla con intención de llegar lo más lejos que pudiera. Creía estar en su derecho. Su ilimitado narcisismo precisaba que así lo comprendiera Lucía, al fin y al cabo, era una cría de pueblo. El beso no tuvo más respuesta que la que le brindaría un espejo y cuando se apartó, abochornado, hubo de ser él quien respondiera ante ella.

–¿Qué pretendes al besarme?

–Quería demostrarte que me he enamorado de ti –Jacinto estaba azorado.

–Con un beso crees poder demostrar que estás enamorado. ¿No será que sientes apetencias sexuales?

–Mujer… eso también, pero te prometo que te amo.

Otra vez se lanzó a besarla y obtuvo similar respuesta, aunque, en esa ocasión, ella se sonrojó.

–¿Ese enamoramiento galopante a donde nos llevará?

–A donde tú quieras.

–No soy yo la que ha confesado el enamoramiento, sino tú, y se supone que tendrás algún plan para vivir ese amor.

–Pues eso, tú lo has dicho, vivir ese amor mientras dure.

–O sea que nace con fecha de caducidad.

–No, Lucía, pretendo que sea eterno…

–Eterno ¿Hasta cuándo?

–Mientras dure este fuego abrasador que me envuelve y en el que quiero que ardamos los dos.

–Vamos, que lo que quieres es que nos acostemos. ¿Es eso?

–Sí… y… también podemos salir juntos, si decides no entrar en el convento.

–Entonces el primer punto es que nos acostemos y luego decidiremos o decidirás si te conviene.

–No es así, Lucía. Te quiero para toda la vida. Jamás he querido a nadie así. Eres la mujer con la que siempre soñé. Te he buscado toda mi vida. Déjame que te explique… serás tú quien decida si…

En ese momento se abrió la puerta de la calle, entró la madre de Lucía, los saludó cariñosamente y siguió hasta la cocina para dejar la compra que traía de la ciudad.

–Mañana vendré y lo hablaremos con más calma. –Jacinto de pronto tuvo prisa.

–¿Seguro que vendrás?

–Nada en este mundo impedirá que te explique lo que siento. ¿Me esperarás?

–Sigo sin estar segura de si vendrás.

Jacinto se quitó la medalla de su santo que llevaba al cuello y se la entregó para que la guardara. Ella hizo ademan de rechazarla.

–Guárdala, mañana volveré a por las dos.

–Nunca sabré si vienes por mí o por la medalla.

–Cuando vuelva no te cabrá duda.

Al llegar a ese punto, el sueño se interrumpía y como una cinta sin fin volvía a iniciarse en un bucle interminable, hasta que algo lo despertó. Encendió la luz, estaba inquieto y empapado en sudor, a pesar de que la noche era bastante fresca, eran las cinco, temprano para ducharse, se aquietó y prestó atención, a través de la puerta se oía música, aunque no distinguía si se trataba de algún televisor o provenía del salón. Quiso averiguarlo, abrió la puerta, la percibió más nítidamente, eran los arpegios de un nocturno de Chopin, el mismo que Lucía tocaba a menudo, trató de averiguar de qué habitación partía el sonido y se desplazó por el pasillo hasta el nacimiento de la escalera, allí se percibía con más brillantez, parecía provenir del piano, pero no había nadie ante él, aunque la tapa del teclado estaba abierta y… desde allí, se apreciaba como se hundían las teclas sin que ninguna mano las pulsara. Experimentó una extraña sensación, un escalofrió le recorrió la espalda, hasta que comprendió que el piano estaba dotado de pianola eléctrica. Encontró tal placer al escucharla que se sentó a la mesa que soportaba la planta de banderas blancas, se acomodó, cerró los ojos y disfrutó, era como cuando escuchaba tocar a Lucía.

No supo en qué momento volvió a ser presa del sueño, pero de pronto vio cómo Lucía acariciaba el teclado del viejo piano, el salón estaba muy iluminado y amueblado como él recordaba, y en la alfombra que había en el centro jugaban tres niños de muy tierna edad, dos chicas y un mozalbete rubio, mientras alguien… alguien con sus mismos rasgos… ¡Era él!, acomodado en un mullido sillón se deleitaba escuchando la música al tiempo que disfrutaba viendo evolucionar a los niños, entre juegos y risas, que se trenzaban con la música que interpretaba Lucía. Sintió un bienestar que le henchía como nunca en su vida experimentó y deseó pasar lo que le quedaba de vida en aquel sueño, que nunca terminara, que pudiera disfrutar sin interrupción de aquella dicha, que nadie se la arrebatara.

–¿Hubieras preferido lo que estás viendo a la vida que llevaste?

Jacinto abrió los ojos, miró sorprendido a la mujer que estaba frente a él, las hojas de la planta le impedían parcialmente ver su rostro, se inclinó para verla mejor, pensó que era una de las monjas, sin la toca lucía una cabeza pelona.

–Perdón, ¿qué ha dicho?

–Te he preguntado si valió la pena aquella espantada.

–No comprendo qué quiere decir.

–Quiero saber si te resultó provechosa la vida que llevaste con aquella mujer, después de incumplir la promesa que me hiciste la misma tarde en que te revolcaste con ella. O acaso te hubiera agradado más la vida que has vislumbrado por unos segundos mientras me oías tocar el piano y veías jugar a los hijos que no tuvimos.

Quiso levantarse de la silla, pero una fuerza ignota lo mantuvo pegado a ella. Deseó alargar la mano, tocar la de la mujer que se arrogaba la identidad de Lucía, pero una energía oculta le retenía las manos pegadas al tablero, quiso llamarla y no pudo, hubiera querido abrazarla, pedirle perdón por lo que hizo, por lo que omitió, por no haber vuelto al día siguiente, por no haber vuelto nunca más, por no disculparse, por ser tan imbécil, tan cobarde, por haberles privado a los dos de una vida feliz. Supo que no podía ni siquiera soñar con su perdón, ¿cómo iba a perdonarlo la que tanto sufrió por su culpa?, la que desechó los planes, tan cuidadosamente preparados durante toda su vida, por esperarlo, a él, que nada más prometerle amor eterno, se fue con la más envilecida que encontró. Una tremenda laxitud se apoderó de él y no trató de quebrarla.

–Tuve razón al dudar que volverías al día siguiente ¿Verdad? Yo no te era útil para el empeño que te trajo al pueblo y si lo intentaste conmigo fue porque no encontraste antes la presa que te habías marcado. Pero no sabías que la presa resultarías ser tú. Has estado purgando tus errores, escondiéndote de tus amigos, que te llaman cornudo, manteniéndote apartado del pueblo como penitencia al error de una noche que no tenía más fin que la opinión que pudieran tener de ti tus compañeros de juergas que te miraban como un ser raro que se mantenía virgen a su edad, sin pensar que eso, para alguien, podía ser una virtud que te hubiera llevado a la felicidad que acabas de contemplar.

–¿Me esperaste?

–Hasta el momento de mi muerte.

–¿Me querías?

–Fui fiel a un compromiso.

–El compromiso era solo mío.

–Que sabrás tú de compromisos. Creíste quererme y quisiste que te creyera, te creí, me pediste que te esperara y te esperé. ¿Crees que hubiera hecho todo eso sin quererte? Mientras tú te dedicabas a compartir tu capricho con todo aquel que se le acercaba, yo me pudría aquí esperándote.

–Lo supiste durante todos estos años.

–Sí.

–¿Por qué no me lo dijiste? Podría haber dejado todo y volver contigo.

–¿Para tener una aventura con la que compensar las miles de tu mujer? Y luego volver con ella.

–No, para quedarme contigo toda la vida.

–¿Otra vez?

–Ya sé que no puedes creerme y puede que tengas razón, pero, créeme, hubiera tratado de que fuéramos felices. ¿Por qué me lo has mostrado ahora?

–Porque ahora era seguro que te apetecería volver a la vida que despreciaste.

–Nunca pensé que la venganza anidara en ti.

–También era humana.

–Te juro que siento muchísimo no haberte hecho feliz.

–Lo creo, porque sabes que mi felicidad estaba enlazada a la tuya, de no ser así, no lo sentirías y aunque lo dijeras no te creería.

Lucía parecía disolverse en el ambiente. Jacinto pudo entrever en los rasgos de aquella mujer los de la única mujer que pudo hacerle feliz. Casi se había desvanecido cuando de nuevo se materializó por un momento y arrojó algo brillante a la mesa.

–Esto es tuyo.

Era una medalla de oro de San Jacinto con su cadena, Lucía se desvaneció y del piano solo persistió el eco. Jacinto tomó la medalla. Era la suya, la que le entregó a ella.

 

Cuando se despertó estaba en su habitación, no supo cuándo ni cómo había vuelto. No quería pensar. Había dormido vestido, se desnudó, se ducho y salió dispuesto a desayunar. Estaba la misma monja, que le dio los buenos días muy atentamente.

–Siéntese, tiene aspecto de necesitar desesperadamente un desayuno.

–Gracias. –Cuando iba a sentarse, se volvió y se dirigió al piano.

Trató, en vano, de abrir la tapa del teclado, observó el instrumento tratando de localizar donde se encajaba la cinta perforada de la pianola, no lo encontró. Estaba mirando la trasera del piano cuando la hermana apareció portando el desayuno.

–¿Es usted músico?

–No, solo melómano. Creía que tenía dispositivo de pianola. Me pareció escucharlo anoche.

–Se equivoca plenamente, es un buen piano, un Steinway de 1863, no cuenta con esa frivolidad, aún no se había inventado ese artilugio cuando se fabricó. Y dudo que pudiera escucharlo anoche, la llave del teclado va siempre conmigo.

Jacinto ya no podía estar más seguro de sus inseguridades.

 

De camino al mecánico, una voz le arrancó de sus cavilaciones, era su madre que, desde una tienda que acababa de sobrepasar, le llamaba, volvió sobre sus pasos y la besó.

–Ah, mira. ¿Te acuerdas de ella?

Le mostro la medalla a su madre. Tras un primer vistazo la mujer le dio la vuelta, observó el anverso y sonrió.

–Sí, es la tuya, hacía tiempo que no te le veía puesta. Con lo que me costó.

Cuando estuvo de vuelta en el hotel, casi tropezó con la novicia, que quería entregarle un sobre que habían dejado para él.

Lo miró, solo se veía su nombre escrito con primorosa caligrafía, sin remite, lo palpó: se trataba de un objeto rectangular y de uno de sus lados sobresalían cuatro círculos, lo guardó en el bolsillo, lo abriría más tarde.

–¿Quién lo ha traído?

–Una señora.

–¿Dijo su nombre?

–No.

–¿Cómo era?

–Algo más joven que usted, con el pelo rapado casi al cero.

Le recorrió un estremecimiento, estaba describiendo a la Lucía que habló con él esa madrugada, volvió a palpar el sobre. Las incertidumbres ganaban terreno.

–¿Se encuentra bien? Se ha puesto más blanco que la pared.

–¿No reconoció a esa señora?

–En el año y medio que llevo en el pueblo, nunca la había visto, aunque ella tampoco debe salir mucho a la calle, estaba pálida como un muerto, más que usted.

Sin más, Jacinto alcanzó la escalera y subió a toda prisa a su habitación, mientras la religiosa se quedaba perpleja.

–Va por la vida haciendo amigos –ironizó la monja–. No da ni las gracias.

Una vez en la habitación examinó el sobre por todos sus costados, lo volvió a palpar, no sabía que era lo que contenía, quería saberlo, pero sentía temor de abrirlo.

Trató de despegar la solapa con cuidado, no quería rasgarla, deseaba conservar integra aquella muestra de la refinada caligrafía de Lucía; tras unos segundos lo logró, había un folio doblado que sacó y apartó. El objeto era un portarretratos de los que se fijan en los salpicaderos de los coches, en el que habían cuatro retratos circulares y el motivo que los hizo populares: la frase “Papa no corras”. El retrato situado a la izquierda, un poco más grande que los otros, era el de Lucía, tal y como él la recordaba; los otros correspondían a los niños con los que soñó la noche anterior. Se quedó mirándolos hasta que la vista se le nubló y dejó de verlos. Estaba llorando, se secó las lágrimas, desdobló el folio y leyó el contenido.

 

“Espero que este recuerdo te atormente el resto de tus días como me atormentó esperarte”.

L

 

–Lucía, si lo que pretendes es vengarte –dijo en voz alta, como si ella estuviera allí–, estás muy equivocada, crearé una nueva vida alrededor de este portafotos y nunca dejaré de amarte.

Jacinto, esta vez, cumplió su promesa y entretejió toda una vida en torno a aquel retrato familiar. Todos sus compañeros la conocieron hasta el hartazgo.

Su madre, ya octogenaria, fue dándole largas a la muerte que la acechaba, no quería que su hijo se quedara solo, a pesar de que en aquella institución solo le permitían visitarlo una vez al mes.

 

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